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Amad a vuestros enemigos (Mt 5,38-48)

7º domingo del Tiempo ordinario – A . Evangelio
38 Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. 39 Pero yo os digo: no repliquéis al malvado; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. 40 Al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto. 41 A quien te fuerce a andar una milla, vete con él dos. 42 A quien te pida, dale; y no rehúyas al que quiera de ti algo prestado.
43 Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. 44 Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, 45 para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. 46 Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? 47 Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos? 48 Por eso, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.
Continúan las palabras de Jesús, que ya meditamos el domingo pasado, acerca del valor de la Ley, aunque puntualizando que su verdadero cumplimiento va más allá de una observancia meramente formal. Muchas son las maneras por las que el Señor lleva a la interiorización de los mandamientos. Ahora lo hace invitando a la magnanimidad (vv. 39-42), a la grandeza de alma (vv. 44-47), evitando todo tipo de subterfugios y de palabrerías (vv. 34-37).
El v. 48 resume la enseñanza de todo el capítulo. Recuerda, sin duda, el precepto del Levítico: «Sed santos, porque yo soy santo» (11,44). El Señor, pues, lleva la Ley a su plenitud proponiendo la imitación de la perfección de nuestro Padre celestial. Y la manera de hacerlo es imitar a Jesucristo: «Si queréis imitar a Dios, puesto que habéis sido creados a su imagen, imitad su ejemplo. Vosotros, que sois cristianos, que con vuestro mismo nombre estáis proclamando la bondad, imitad la caridad de Cristo» (S. Asterio de Amasea, Homiliae 13). El fin del cumplimiento de la Ley es llegar a la santidad de Dios. En sentido estricto es imposible que la criatura tenga la perfección de Dios. Por lo tanto, el Señor quiere decir aquí que la perfección divina debe ser el modelo al que ha de tender el cristiano, sabiendo que hay una distancia infinita con su Creador. Como se ve, la llamada universal a la santidad no es una sugerencia, sino una exigencia de Jesucristo: «Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto”» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 291).

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