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¡Me sedujiste, Señor! (Jr 20,7-9)

22º domingo del Tiempo ordinario – A . 1ª lectura
7 Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir.
Fuiste más fuerte que yo, y me venciste.
He llegado a ser un hazmerreír todo el día,
todo el mundo se burla de mí.
8 Cada vez que hablo tengo que gritar,
he de pregonar: «¡Violencia, destrucción!».
La palabra del Señor es para mí
oprobio y escarnio cada día.
9 Yo me dije: «No me acordaré de Él,
ni hablaré más en su Nombre».
Pero es dentro de mí como fuego abrasador,
encerrado en mis huesos;
me esfuerzo por soportarlo,
pero no puedo.
Con estas palabras se inicia la última «confesión» de Jeremías (Jr 20,7-18), cargada de dramatismo, que es uno de los pasajes más impresionantes de la literatura profética. Pudo ser pronunciada hacia el 605-604 a.C. cuando Jeremías sufrió la persecución del rey Yoyaquim. En ella aflora el duro combate interior entre la crisis que conmueve los fundamentos de la fe y la certeza de la vocación divina, cuando después de un arduo trabajo parece que no se ha conseguido más que el propio fracaso.
El profeta abre con confianza su alma a Dios y le reprocha haberle llamado (v. 7a) y haberle convertido en objeto de burlas por profetizar calamidades (v. 7b). La misión que le ha confiado sólo le trae desgracias. Le gustaría olvidarse de todo, pero no puede, pues Dios es «como fuego abrasador» que le enciende en su interior (v. 9). En medio de tamaño dolor brilla y vence el celo por el Señor. Se manifiesta así cómo los que han experimentado el amor de Dios no pueden contener el afán de hablar de Él a quienes no lo conocen, o se han olvidado del Señor. Así lo da a entender Teodoreto de Ciro al comentar este pasaje recordando otro ejemplo de la Escritura: «Lo mismo le ocurrió a San Pablo en Atenas mientras aguardaba en silencio. Se consumía San Pablo en su interior viendo adónde había llegado la idolatría de la ciudad (cfr Hch 17,16). Pues igual le ocurrió al profeta» (Interpretatio in Jeremiam 20,9). Por su parte, Orígenes se sentía removido ante las palabras del v. 7 y, preguntán­dose cómo es posible que Dios pudiera engañar a alguien explicaba: «Nosotros somos niños pequeños y tenemos necesidad de ser tratados como niños pequeños. Por esto Dios para formarnos nos seduce, aun cuando nosotros no tengamos conciencia de esa seducción antes del momento oportuno. De esa manera evita tratarnos como a personas a las que ya se les ha pasado la edad de la infancia y que ya no son educadas con palabras seductoras sino con hechos» (Homiliae in Jeremiam 19,15).
San Juan de la Cruz, meditando esta «confesión» de Jeremías, movía a recapacitar en que no siempre es posible entender del todo los designios de Dios. Su lógica no es la lógica de los hombres: «No hay que acabar de comprehender sentido en los dichos y cosas de Dios, ni que determinarse a lo que parece, sin errar mucho y venir a hallarse muy confuso. Esto sabían muy bien los profetas, en cuyas manos andaba la palabra de Dios, a los cuales era grande trabajo la profecía acerca del pueblo; porque, como (habemos) dicho, mucho de ello no lo veían acaecer como a la letra se les decía. Y era causa de que hiciesen mucha risa y mofa de los profetas; tanto, que vino a decir Jeremías (20,7): Búrlanse de mi todo el día, todos me mofan y desprecian.... En lo cual, aunque el santo profeta decía con resignación y en figura del hombre flaco que no puede sufrir las vías y vueltas de Dios, da bien a entender en esto la diferencia del cumplimiento de los dichos divinos, del común sentido que suenan, pues a los divinos profetas tenían por burladores» (Subida al monte Carmelo 2,20,6).

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