Santísima Trinidad – B. 2ª lectura
14 Porque
los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. 15 Porque
no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor,
sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos:
«¡Abbá, Padre!» 16 Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con
nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. 17 Y si somos hijos,
también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que
padezcamos con él, para ser con él también glorificados.
El pueblo de Israel había entendido que era el primogénito de Dios, y
sus hijos, hijos de Dios en cuanto miembros del pueblo (cfr Ex 4,22-23; Is
1,2); sin embargo, San Pablo explica ahora que la relación del hombre con Dios
ha sido restablecida de modo nuevo e insospechado merced al Espíritu de
Jesucristo, el único y verdadero Hijo de Dios. Gracias al Espíritu, el
cristiano puede participar en la vida de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza.
Esta participación viene a ser entonces una «adopción filial» (v. 15) y por eso
puede llamar individualmente a Dios: «¡Abbá,
Padre!», como lo hacía Jesús. Al ser, por adopción, verdaderamente hijo de
Dios, el cristiano tiene —por decirlo así— un derecho a participar también en
su herencia: la vida gloriosa en el Cielo (vv. 14-18).
Las palabras inspiradas del Apóstol son punto de apoyo del sentido de
filiación divina en la vida y en la catequesis de San Josemaría Escrivá, quien
enseñó a vivirlo a millares de personas: «Es preciso convencerse de que Dios
esta junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá
lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también esta siempre
a nuestro lado. —Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos
quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—,
ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...) Preciso es que
nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor
que esta junto a nosotros y en los cielos» (Camino,
n. 267). «La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos
enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de
esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos
pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos
lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han
salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos
en medio del mundo, amando al mundo» (Es
Cristo que pasa, n. 65). «Parece que el mundo se te viene encima. A tu
alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las
dificultades. —Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?:
omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso (...). Eso que te preocupa, te
conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos. —Omnia in bonum!» (Via Crucis 9,4).
Comentarios