Santísima Trinidad – B. Evangelio
16 Los
once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. 17
Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. 18 Y
Jesús se acercó y les dijo:
—Se me ha dado toda potestad en el
cielo y en la tierra. 19 Id, pues, y haced discípulos a todos los
pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; 20
y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Los cuatro evangelistas recuerdan la dificultad de los Apóstoles para
aceptar la resurrección de Jesús. Marcos (cfr Mc 16,9-20) es más explícito que
Mateo, que sólo recoge un breve apunte (v. 17): «No es cosa grande creer que
Cristo murió. Esto también lo creen los paganos, los judíos (...). Todos creen
que Cristo murió. La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección
de Cristo. Tenemos por grande creer que Cristo resucitó» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 120,6).
«Se me ha dado toda potestad en el cielo y la tierra» (v. 18). La
omnipotencia, atributo exclusivo de Dios, también lo es de Jesucristo
resucitado. Las palabras del Señor evocan un pasaje del libro de Daniel en el
que se anuncia que tras los imperios que pasan, vendrá un hijo de hombre al que
«se le dio dominio, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirvieron. Su dominio es un dominio eterno que no pasará; y su reino no será
destruido» (Dn 7,14). Y Jesús es ese Hijo del Hombre que por sus padecimientos
mereció la glorificación (cfr Dn 7,9-14).
«Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os
he mandado» (vv. 19-20). La primera misión a los Doce (10,1-42) tenía como
destino la casa de Israel (10,5-6) y como motivo de predicación la cercanía del
Reino de los Cielos (10,7). Ahora, los Once son enviados al universo entero, y
la misión supone el Bautismo en el nombre de las tres personas divinas (v. 19)
y la enseñanza de los preceptos del Señor (v. 20). La salvación se alcanza por
la pertenencia a la Iglesia ,
y esa pertenencia se manifiesta en el cumplimiento de los mandamientos: «Es muy
grande el premio que proporciona la observancia de los mandamientos. Y no sólo
aquel mandamiento, el primero y el más grande, (...) sino que también los demás
mandamientos de Dios perfeccionan al que los cumple, lo embellecen, lo
instruyen, lo ilustran, lo hacen en definitiva bueno y feliz. Por esto, si
juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y
para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el
objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin, serás
dichoso; si no lo alcanzas, serás un desdichado» (S. Roberto Belarmino, De ascensione mentis in Deum 1).
«Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo» (v. 20). En el Antiguo Testamento se narra cómo Dios estaba en medio de
su pueblo (cfr p. ej. Ex 33,15-17), y cómo prometía a sus elegidos que estaría
con ellos en sus empresas y que por tanto tendrían éxito (Gn 28,15; Ex 3,12;
Jos 1,5; Jr 1,8; etc.). La frase evangélica indica que el destinatario de su
mensaje es la Iglesia
entera. Por eso, en la tarea de la evangelización no estamos solos; Él es el
Emmanuel, el «Dios-con-nosotros» (1,23), y, como Dios, con su poder y su
eficacia (v. 18), permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos (v. 20):
«Aunque no es propio de esta vida, sino de la eterna, el que Dios lo sea todo
en todos, no por ello deja de ser ahora el Señor huésped inseparable de su
templo que es la Iglesia ,
de acuerdo con lo que Él mismo prometió al decir: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Por ello, todo cuanto el Hijo de Dios hizo y enseñó para la reconciliación del
mundo, no sólo podemos conocerlo por la historia de los acontecimientos
pasados, sino también sentirlo en la eficacia de las obras presentes» (S. León
Magno, Sermo 12 in Passione Domini 3,6).
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