Santísima Trinidad – B. 1ª lectura
32Interroga,
pues, a los tiempos antiguos que te han precedido, desde el día en que Dios
creó al hombre sobre la tierra: de un extremo al otro de los cielos ¿se ha
producido alguna vez un acontecimiento tan imponente como éste, o se escuchó
algo semejante? 33 ¿Oyó pueblo alguno la voz de Dios hablándole
desde el fuego, como tú le oíste, y quedó con vida? 34 O ¿intentó
Dios jamás venir a elegirse un pueblo de en medio de otra nación, con pruebas y
señales, con milagros y guerra, con mano fuerte y brazo extendido y causando
enormes terrores, como hizo por vosotros el Señor, vuestro Dios, en Egipto,
ante tus propios ojos?
39 Por
tanto, reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es el Dios arriba en
los cielos y abajo en la tierra: no hay otro. 40 Guarda sus leyes y
sus preceptos que yo te ordeno hoy, para que os vaya bien a ti y a los hijos
que te sucedan, y para que tengáis larga vida en la tierra que el Señor, tu
Dios, te da para siempre.
Hay en este final del primer discurso una importante enseñanza
teológica: el profundo concepto de Dios Uno (monoteísmo); la elección de Israel
como pueblo específico de Dios; la providencia singular y benévola hacia este
pueblo; la potencia de Dios, manifestada en prodigios a favor del pueblo
elegido; y la consecuencia: Israel debe ser fiel al único Dios, guardando sus
mandamientos y dándole sólo a Él el culto debido; de ese modo seguirá gozando
de la protección divina.
Éste y otros pasajes de los libros sagrados muestra el gran esfuerzo
de los autores inspirados por actualizar la enseñanza de tradiciones religiosas
antiguas y aplicarlas a las situaciones y necesidades de los israelitas de
épocas posteriores; de ahí, quizá, las frecuentes llamadas a la fidelidad a la Alianza , pues es de ella
de la que en última instancia derivaban esas tradiciones.
«A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que su Dios sólo
tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como
pueblo suyo: su amor gratuito (cfr Dt 4,37; 7,8; 10,15). E Israel comprendió,
gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo (cfr Is
43,1-7) y de perdonarle su infidelidad y sus pecados (cfr Os 2)» (Catecismo de la Iglesia Católica ,
n. 218).
La fórmula deuteronómica «el Señor es el Dios (ha-Elohim, a saber, el Dios Único) y no hay otro excepto Él» (v.
35), que aparece repetidas veces (cfr 4,39; 6,4; 32,39; etc.), constituye
también la esencia de la predicación profética (cfr Jr 2,11-33; Is 41,2-29;
44,6; 46,9). Los Profetas se esfuerzan por atraer o mantener a Israel en la
fidelidad al Dios Uno y Único que se reveló a los patriarcas y a Moisés, y
contribuyeron al desarrollo y profundización del monoteísmo, de la
universalidad del poder de Yahwéh, de sus exigencias morales, etc. Pero el
núcleo de toda esa enseñanza lo encontramos expuesto, de modo profundo y
concreto, en el Deuteronomio. Esta doctrina tiene amplia repercusión en la idea
del Señor como «Dios celoso» (cfr Ex 20,5) que exige la total sumisión de sus
fieles y no es compatible con las divinidades a las que otros pueblos rinden
culto (cfr Ex 20,3).
La práctica del bien, de los mandamientos de la Ley de Dios, es causa de vida
(v. 40) entendida en principio como duración de la vida presente, mientras el
pecado acarrea con frecuencia la desgracia o la muerte, como castigos divinos
(cfr Ez 18,10-13; 18,19-20; etc.). Que Dios retribuye al hombre con justicia,
premiándolo o castigándolo, más tarde o más temprano, por el bien o el mal que
haga, es doctrina constante a lo largo del Antiguo y del Nuevo Testamento. En
textos antiguos, el acento cae sobre el premio o castigo durante la vida
presente. En el Nuevo Testamento se acentúa la transcendencia de la retribución
divina para la vida futura. No es de extrañar ese perfeccionamiento progresivo
del horizonte ético: es la pedagogía divina que enseña a los hombres, poco a
poco, contando con el tiempo y con la gracia.
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