15º domingo del Tiempo ordinario – B.
2ª lectura
3 Bendito
sea el Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
con toda bendición espiritual en los
cielos,
4 ya
que en él nos eligió
antes de la creación del mundo
para que fuéramos santos y sin mancha
en su presencia, por el amor;
5 nos
predestinó a ser sus hijos adoptivos
por Jesucristo
conforme al beneplácito de su
voluntad,
6 para
alabanza y gloria de su gracia,
con la cual nos hizo gratos en el
Amado,
7 en
quien, mediante su sangre, tenemos la redención,
el perdón de los pecados,
según las riquezas de su gracia,
8 que
derramó sobre nosotros sobreabundantemente
con toda sabiduría y prudencia.
9 Nos
dio a conocer el misterio de su voluntad,
según el benévolo designio
que se había propuesto realizar mediante
él
10 y
llevarlo a cabo en la plenitud de los tiempos:
recapitular en Cristo todas las cosas,
las de los cielos y las de la tierra.
En él, 11 por quien también
fuimos constituidos herederos, predestinados según el designio de quien realiza
todo con arreglo al consejo de su voluntad, 12 para que nosotros,
los que antes habíamos esperado en el Mesías, sirvamos para alabanza de su
gloria. 13 Por él también vosotros, una vez oída la palabra de la
verdad —el Evangelio de nuestra salvación—, al haber creído, fuisteis sellados
con el Espíritu Santo prometido, 14 que es prenda de nuestra
herencia, para redención de los que ha hecho suyos, para alabanza de su gloria.
Primero se entona un himno de alabanza (vv. 3-10) donde se enumeran
los beneficios, o bendiciones, que contiene el designio salvífico de Dios,
llamado «el misterio» en esta y otras cartas del corpus paulinum. Abarca desde la elección eterna de cada criatura
humana por parte de Dios hasta la recapitulación de todas las cosas en
Jesucristo, pasando por la obra de la Redención. A continuación se expone cómo ese plan
divino de salvación se ha realizado sobre los judíos (vv. 11-12) y sobre los
gentiles (vv. 13-14).
«Nos eligió» (v. 4). El término griego es el mismo que aparece en la
versión de los Setenta para designar la elección de Israel. «En él», en Cristo,
la elección para formar parte del pueblo de Dios se hace universal: todos somos
llamados a la santidad. Y del mismo modo que en el Antiguo Testamento la
víctima que se ofrecía a Dios debía ser perfecta, sin tara alguna (cfr Ex 12,5;
Lv 9,3), la santidad a la que
Dios nos ha destinado, ha de ser inmaculada, plena. San
Jerónimo, distinguiendo entre «santos» y «sin mancha», comenta: «No siempre
“santo” equivale a “inmaculado”. Los párvulos, por ejemplo, son inmaculados
porque no hicieron pecado alguno con ninguna parte de su cuerpo, y sin embargo,
no son santos, porque la santidad se adquiere con la voluntad y el esfuerzo. Y
también puede decirse “inmaculado” el que no cometió pecado; “santo”, en cambio,
es el que está lleno de virtudes» (Commentarii
in Ephesios 1,1,4).
«Por el amor» (v. 4) se refiere al amor de Dios por nosotros, pero
también a nuestro amor por Él, razón última de nuestro esfuerzo por llevar una
vida sin mancha, porque «la virtud no hubiera salvado a ninguno, si no hay
amor» (S. Juan Crisóstomo, In Ephesios
1,1,5,14).
La santidad para la que hemos sido elegidos se hace posible a través
de Cristo (cfr Ef 1,5): «Piensa en lo que dice el Espíritu Santo, y llénate de
pasmo y de agradecimiento: elegit nos
ante mundi constitutionem —nos ha elegido, antes de crear el mundo, ut essemus sancti in conspectu eius!
—para que seamos santos en su presencia. —Ser santo no es fácil, pero tampoco
es difícil. Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. —El que más se
parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo» (S. Josemaría
Escrivá, Forja, n. 10).
El pueblo de Israel es tratado por Dios con afecto paterno, como un
hijo: «Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo» (Os
11,1). En Jesucristo, todos los hombres han sido elegidos para incorporarse al
Pueblo de Dios y «ser sus hijos adoptivos» (vv. 5-6), ya no en sentido
metafórico sino real: el Hijo único consustancial del Padre, ha asumido la
naturaleza humana para hacer a los hombres hijos de Dios por adopción (cfr Rm
8,15.29; 9,4; Ga 4,5). La gloria de Dios se ha manifestado a través de su amor
misericordioso, por el que nos ha hecho sus hijos, según el proyecto eterno de
su voluntad. Tal proyecto «dimana del “amor fontal” o caridad de Dios Padre
(...), que creándonos libremente por un acto de su abundante y misericordiosa
benignidad, y llamándonos, gratuitamente, a participar con Él en la vida y en
la gloria, difundió con liberalidad, y no cesa de difundir, la bondad divina,
de suerte que el que es Creador de todas las cosas, ha venido a hacerse todo en
todas las cosas (1 Co 15,28), procurando a su vez su gloria y nuestra
felicidad» (Conc. Vaticano II, Ad gentes,
n. 2).
Jesucristo, el «Amado» del Padre (1,6), llevó a cabo la Redención (vv. 7-8).
Redimir significa liberar. Dios redimió al pueblo de Israel de la esclavitud de
Egipto. Mediante la sangre del cordero rociada sobre los dinteles de las casas
de los hebreos, sus primogénitos fueron liberados de la muerte (cfr Ex
12,21-28). La redención de la esclavitud en Egipto, sin embargo, era figura de
la Redención
realizada por Cristo: «Esta obra de la redención humana y de la perfecta
glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo
de la Antigua Alianza ,
Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su
bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión»
(Conc. Vaticano II, Sacrosanctum
Concilium, n. 5). Jesucristo, mediante su sangre derramada en la cruz, nos
ha rescatado de la servidumbre del pecado: «Cuando reflexionamos que hemos sido
redimidos, no con cosas perecederas, como el oro y la plata, sino con la sangre
preciosa de Cristo (cfr 1 P 1,18s.), como cordero inocentísimo y purísimo,
fácilmente juzgaremos que no pudo sobrevenirnos cosa más beneficiosa que esta
potestad —recibida por la
Iglesia — de perdonar los pecados, la cual pone de manifiesto
la inexplicable providencia y la suma caridad de Dios con nosotros» (Catechismus Romanus 1,11,10).
El «misterio» (v. 9) es el designio o plan divino de salvar en Cristo
a todos los hombres, que, oculto al principio en la voluntad de Dios, ha sido
realizado y revelado de forma armónica, siguiendo diversas etapas o tiempos (kairoí) a lo largo de la historia. Ha
comenzado por la «elección» (1,4), continúa con la llamada a ser «hijos
adoptivos» (1,5-6), conduce a la «redención» (1,7-8) y alcanza su plenitud en
la recapitulación de todas las cosas en Cristo (v. 10), que reúne en torno a sí
un pueblo en el que, junto a Israel (vv. 11-12), son acogidos todos los hombres
y mujeres de cualquier raza y nación que han creído en el Evangelio y han sido
sellados por el Espíritu Santo para compartir la herencia de los hijos (vv.
13-14).
«¿Qué es “recapitular”? —se pregunta San Juan Crisóstomo— Es unir una
cosa a otra. Pero afanémonos en llegar incluso más cerca de la verdad misma.
Entre nosotros, y de acuerdo con la costumbre, se dice que una recapitulación
es concentrar en breve lo que se ha dicho por extenso y decir concisamente lo
que se ha dicho con muchas palabras. Pues aquí sucede también lo mismo: lo
dispuesto a lo largo de mucho tiempo fue recapitulado en Cristo mismo (...).
Además, otra cosa es revelada. ¿Cuál es? [Dios] dispuso una sola cabeza para
todos, tanto ángeles como hombres» (In
Ephesios 1,1,10,19).
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