15 Así
pues, mirad con cuidado cómo vivís: no como necios, sino como sabios; 16 redimiendo
el tiempo, porque los días son malos. 17 Por eso no os volváis
insensatos, sino entended cuál es la voluntad del Señor. 18 Y no os
embriaguéis con vino, que lleva a la lujuria; al contrario, llenaos del
Espíritu, 19 hablando entre vosotros con salmos, himnos y cánticos
espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones, 20 dando
gracias siempre por todas las cosas a Dios Padre, en el nombre de nuestro Señor
Jesucristo.
La vida nueva recibida
en el Bautismo se caracteriza por la sensatez, frente a la necedad de quienes
se empeñan en vivir de espaldas a Dios (cfr 1 Co 1,18). La consecuencia
inmediata es hacer buen uso del tiempo que Dios nos da para santificarnos (v.
16) y vivir templadamente (v. 18), en alabanza a Dios (v. 19): «¡Qué cosa más estupenda
que imitar en la tierra el coro de los ángeles! —exclama San Basilio—.
Disponerse para la oración en las primeras horas del día, y glorificar al
Creador con himnos y alabanzas. Más tarde, cuando el sol luce en lo alto, lleno
de esplendor y de luz, acudir al trabajo mientras la oración nos acompaña a todas
partes, condimentando las obras —por decirlo de algún modo— con la sal de las
jaculatorias» (Epistula 2,3).
El v. 20 es semejante
en su contenido a Rm 8,28. San Jerónimo lo comenta así: «En cuanto a lo que
dice: dando gracias siempre por todas las
cosas, debemos examinarlo de dos maneras: en sentido de dar gracias a Dios
en todo tiempo, y por todo lo que nos sucede, de modo que no sólo ante lo que
consideramos bueno, sino también ante lo que nos oprime y viene contra nuestra
voluntad, prorrumpa nuestra mente en gozosa alabanza a Dios» (S. Jerónimo, Commentarii in Ephesios 3,5,20).
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