26º domingo del Tiempo ordinario – B.
1ª lectura
25 Descendió
el Señor en la nube y habló con él. Tomó un poco del espíritu que había sobre
Moisés y lo infundió sobre cada uno de los setenta ancianos. Y cuando el
espíritu reposó sobre ellos se pusieron a profetizar. Pero no volvieron a
hacerlo.
26 Dos
hombres se habían quedado en el campamento, uno se llamaba Eldad y el otro
Medad. El espíritu reposó sobre ellos, pues eran de los señalados aunque no
habían ido a la tienda, y se pusieron a profetizar en el campamento. 27 Un
muchacho corrió a referírselo a Moisés, y le dijo:
—Eldad y Medad están profetizando en
el campamento.
28 Josué,
hijo de Nun, ayudante de Moisés desde su juventud, replicó:
—Señor mío, Moisés,
prohíbeselo.
29 Moisés le dijo:
—¿Estás celoso por mí? ¡Ojalá todo el
pueblo del Señor fueran profetas porque el Señor les hubiera infundido su
espíritu!
La fuente del espíritu es Dios mismo,
y puede darlo a quien quiere, por encima de las determinaciones humanas.
Moisés, por su parte, con total rectitud de intención, no busca la exclusividad
en la posesión o transmisión del espíritu, es decir, en la recepción del don de
Dios, sino que, mirando al bien del pueblo, se alegra de la manifestación del
espíritu en otras personas, e incluso lo pide para todos los israelitas.
San Cirilo de Jerusalén, comentando
este pasaje, enseña: «se insinuaba lo acontecido en Pentecostés entre nosotros»
(Catequeses ad illuminandos 16,26). En efecto, Dios prometió el espíritu a todo
el pueblo (cfr Jl 3,1-2), y llegó el día en que cumplió esa promesa por medio
de Jesucristo que, tras su Ascensión al Cielo, envía el Espíritu Santo a la Iglesia (cfr Hch 1,13).
Por eso, la Iglesia ,
«el pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo,
difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad. (...)
Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de
Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes,
sino que distribuyéndolas a cada uno según quiere (1 Co 12,11), reparte entre
los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con que los dispone y
prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la
renovación y una más amplia edificación de la Iglesia » (Conc. Vaticano
II, Lumen gentium, n. 12).
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