24º domingo del Tiempo ordinario – B.
Evangelio
27 Salió Jesús con sus discípulos hacia
las aldeas de Cesarea de Filipo. Y en el camino comenzó a preguntar a sus
discípulos:
—¿Quién
dicen los hombres que soy yo?
28 Ellos le contestaron:
—Juan
el Bautista. Y hay quienes dicen que Elías, y otros que uno de los profetas.
29 Entonces él les pregunta:
—Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Le
responde Pedro:
—Tú
eres el Cristo.
30 Y les ordenó que no hablasen a nadie
sobre esto.
31 Y comenzó a enseñarles que el Hijo del
Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes
de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar
después de tres días.
32 Hablaba de esto claramente. Pedro,
tomándolo aparte, se puso a reprenderle. 33 Pero él se volvió y,
mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo:
—¡Apártate
de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres.
34 Y llamando a la muchedumbre junto con
sus discípulos, les dijo:
—Si
alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y
que me siga. 35 Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero
el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.
Se recoge aquí uno de los momentos centrales de la relación de los
discípulos con Jesús: la confesión de su mesianismo. El diálogo muestra hasta
qué punto es importante la respuesta que da Pedro. En efecto, lo que los
hombres piensan de Jesús es, humanamente, lo más grande que podía concebir un
judío piadoso: un profeta, o el mismo Elías (cfr 9,11). Pero San Pedro con su
respuesta no expresa una opinión, sino que hace una auténtica profesión de fe
cuyo sentido explícito encontramos en Mt 16,16-17. La firmeza de la fe de
Pedro, y de sus sucesores, es punto de apoyo para la confesión de fe de los
creyentes: «Todo ello es fruto, queridos hermanos, de aquella confesión que,
inspirada por el Padre en el corazón de Pedro, supera todas las incertidumbres
de las opiniones humanas y alcanza la firmeza de la roca que nunca será
cuarteada por ninguna violencia. En toda la Iglesia , Pedro confiesa diariamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo,
y toda lengua que confiesa al Señor está guiada por el magisterio de esta
confesión» (S. León Magno, Sermo 3 in anniversario ordinationi
suae).
Significativamente, el Señor no rechaza el título de «Cristo» que le
da Pedro (v. 29), pero lo sustituye inmediatamente por el de «Hijo del Hombre»
(8,31), indicando de esa manera que la confesión de Pedro es correcta pero
incompleta. Jesús entiende su misión como Mesías desde la perspectiva de Dios,
no desde la perspectiva de los hombres: «Conviene tener en cuenta que mientras
el Señor dice de sí mismo que es el Hijo del Hombre, Natanael lo llama Hijo de
Dios (Jn 1,49). (...) Y esto sucedió mediante un providencial equilibrio,
puesto que debía presentarse la doble existencia del Mediador, Dios y Señor
nuestro, como Dios Señor y como simple hombre: el Dios hombre ha dado solidez a
la fragilidad humana, y el simple hombre ha añadido el poder de la divinidad
que poseía: uno ha profesado su humildad, otro su grandeza» (S. Beda, Homiliae 1,17).
Tras la confesión de Pedro, cambia el horizonte del evangelio. Desde
ahora, Jesús se dedica con mayor intensidad a la formación de sus discípulos
mostrándoles la necesidad de su pasión para entrar en su gloria (8,31-9,13). Comienza
la revelación de Jesús como Siervo sufriente. Es el camino de la cruz que
Cristo aceptó para sí (cfr 8,31) y que cada cristiano debe recorrer (8,34).
Jesucristo inicia aquí una enseñanza particular a sus discípulos
acerca del verdadero sentido de su misión: la salvación se realizará a través
del sufrimiento y de la cruz, y, por eso, quien quiera seguirle tiene que estar
dispuesto a la renuncia de sí mismo (8,34-38). El diálogo con Pedro (8,31-33)
ilustra de manera concentrada la paradoja cristiana: a Pedro le cuesta
comprender que el triunfo de Cristo sea realmente la cruz. Cristo le
reprende abiertamente porque ese modo humano de ver las cosas es incompatible
con el plan de Dios. También nosotros podemos quedarnos a menudo en una visión
empequeñecida: «Hay en el ambiente una especie de miedo a la Cruz , a la Cruz del Señor. Y es que han
empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la
vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión
sobrenatural (...). En la
Pasión , la Cruz
dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del
Redentor: in quo est salus, vita et
resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra
resurrección» (S. Josemaría Escrivá, Via
Crucis 2,5).
Las palabras de Jesús (8,34-35) debieron de parecer estremecedoras a
quienes las escuchaban, pero dan la medida de lo que Cristo exige para seguirle:
no un entusiasmo pasajero, ni una dedicación momentánea, sino la renuncia de sí
mismo, el cargar cada uno con su cruz. Porque la meta que el Señor quiere para
todos es la
bienaventuranza. A la luz de la vida eterna es como se ha de
valorar la vida presente que es transitoria, relativa, medio para conseguir la
vida definitiva del Cielo: «Hay que amar al mundo, pero hay que anteponer al
mundo a su creador. El mundo es bello, pero más hermoso es quien hizo el mundo.
El mundo es suave y deleitable, pero mucho más deleitable es quien hizo el
mundo. Por eso, hermanos amadísimos, trabajemos cuanto podamos para que ese
amor al mundo no nos agobie, para que no pretendamos amar más a la criatura que
a su creador. Dios nos ha dado las cosas terrenas para que le amemos a Él con
todo el corazón, con toda el alma. (...) Lo mismo que nosotros amamos más a
aquellos que parecen amarnos más a nosotros mismos que a nuestras cosas, así
también hay que reconocer que Dios ama más a aquellos que estiman más la vida
eterna que los dones terrenos» (S. Cesáreo de Arlés, Sermones 159,5-6).
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