11º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
36 Uno
de los fariseos le rogaba que comiera con él; y entrando en casa del fariseo se
recostó a la mesa. 37 Y entonces una mujer pecadora que había en la
ciudad, al enterarse que estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, llevó un
frasco de alabastro con perfume, 38 y por detrás se puso a sus pies
llorando y comenzó a bañarle los pies con sus lágrimas, y los enjugaba con sus
cabellos, los besaba y los ungía con el perfume.
39 Al
ver esto el fariseo que le había invitado, se decía: «Si éste fuera profeta,
sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le toca: que es una
pecadora».
40 Jesús
tomó la palabra y le dijo:
—Simón, tengo que decirte una cosa.
Y él contestó:
—Maestro, di.
41 —Un
prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos ºdenarios y otro
cincuenta. 42 Como ellos no tenían con qué pagar, se lo perdonó a
los dos. ¿Cuál de ellos le amará más?
43
—Supongo que aquel a quien perdonó más —contestó Simón.
Entonces Jesús le dijo:
—Has juzgado con rectitud.
44 Y
vuelto hacia la mujer, le dijo a Simón:
—¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y
no me diste agua para los pies. Ella en cambio me ha bañado los pies con sus
lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. 45 No me diste el
beso. Pero ella, desde que entré no ha dejado de besar mis pies. 46 No
has ungido mi cabeza con aceite. Ella en cambio ha ungido mis pies con perfume.
47 Por eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha
amado mucho. Aquel a quien menos se perdona menos ama.
48 Entonces
le dijo a ella:
—Tus pecados quedan perdonados.
49 Y
los convidados comenzaron a decir entre sí:
—¿Quién es éste que hasta perdona los
pecados?
50 Él
le dijo a la mujer:
—Tu fe te ha salvado; vete en paz.
8,1 Sucedió,
después, que él pasaba por ciudades y aldeas predicando y anunciando el
Evangelio del Reino de Dios. Le acompañaban los doce 2 y algunas
mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y de enfermedades:
María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; 3 y
Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; y Susana, y otras muchas que le
asistían con sus bienes.
La primera escena refleja muy bien la divina pedagogía del Señor y
está entretejida en torno a varias ideas: la divinidad de Jesús, la relación
entre el perdón y el amor, el valor y las manifestaciones de la fe, etc.
Comienza el relato con la presentación de los personajes principales
—Jesús, Simón, la mujer— y de la situación: una comida en casa de Simón. Tal
vez el fariseo ha invitado al Señor para probarle, pero, en todo caso, no lo ha
hecho con cariño, pues ha omitido las normas de cortesía (vv. 44-46).
Probablemente ha oído a la gente que, tras la resurrección del hijo de la viuda
de Naín, tenían a Jesús por profeta (7,16). Sin embargo, ahora parece
convencerse de que no lo es (v. 39). Ciertamente, llama a Jesús maestro (v.
40), pero enseguida Jesús le muestra que es más que eso, pues conoce lo oculto:
los pensamientos de Simón y las circunstancias de la mujer. Si sólo Dios
conoce los corazones, es evidente que el fariseo no se debe extrañar, como
otros (v. 49), de que Jesús perdone los pecados, facultad reservada a Dios.
La actitud de la mujer le sirve al Señor para explicar las relaciones
entre el perdón y el amor. En la frase final del diálogo con Simón (v. 47),
Jesús ofrece la clave de todo el pasaje: el amor a Dios y el perdón de los
pecados están en relación mutua; el perdón suscita el amor y el amor consigue
el perdón. La historia de la mujer es el ejemplo y la de Simón el
contraejemplo; pues si no ha manifestado el amor a Jesús (vv. 44-46) está muy
lejos de obtener el perdón, y si no sabe que necesita del perdón, está muy
lejos de tener amor.
Al final, como en la escena del paralítico de Cafarnaún (vv. 48-50;
cfr 5,20-24), el Señor perdona a la mujer sus pecados. Pero, para que la
enseñanza sea completa, Jesús se dirige a ellla diciéndole que es su fe la que
le ha salvado (v. 50). Es la fe la que salva, pero el amor la manifiesta: «El
Señor amó no el ungüento, sino el cariño; agradeció la fe, alabó la humildad. Y tú
también, si deseas la gracia, aumenta tu amor; derrama sobre el cuerpo de
Jesús tu fe en la
Resurrección , el perfume de la Iglesia santa y el
ungüento de la caridad fraterna» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).
En la escena final de este texto (8,1-3), el Señor acoge la dedicación
y la asistencia de estas mujeres (cfr v. 3), que correspondían así a los
beneficios recibidos (v. 2) y cooperaban en la tarea apostólica de la
predicación del Reino de Dios (v. 1). Lucas recoge aquí este dato y da el
nombre de tres de ellas: María Magdalena, el primer testigo de la resurrección
(Jn 20,11-18; Mc 16,9); Juana, de posición acomodada y también testigo de la
resurrección (24,10); y Susana, de la que no tenemos otra noticia que esta
mención.
No sólo en este pasaje, sino en todo su relato —aquí y, después, en el
libro de los Hechos—, San Lucas
recogerá, más que los otros evangelistas, la presencia de las mujeres en la
obra del Evangelio. De modo especial, el tercer evangelista recuerda el papel
trascendental de María Santísima, pero es también quien evoca a Marta y María,
cuando acogen al Señor en su casa (10,38-42), a las mujeres que se conmueven
ante el sufrimiento de Cristo (23,27-31), a las que están con la Madre del Señor y el grupo
de los Apóstoles (Hch 1,14), o a las que como Tabita (Hch 9,36) o Lidia (Hch 16,15)
servían a sus hermanos en la fe, etc. En la Iglesia la mujer y el hombre gozan de igual
dignidad. Dentro de esta dignidad común hay en la mujer, sin duda,
características peculiares que se han de reflejar necesariamente en su papel
dentro de la Iglesia :
«Si no se recurre a la Madre
de Dios no es posible comprender el misterio de la Iglesia , su realidad, su
vitalidad esencial. Indirectamente hallamos aquí la referencia al paradigma
bíblico de la “mujer”, como se delinea claramente ya en la descripción del
“principio” (cfr Gn 3,15) y a lo largo del camino que va de la creación
—pasando por el pecado— hasta la redención. De este modo se confirma la profunda
unión entre lo que es humano y lo que constituye la economía divina de la
salvación en la historia del hombre. La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede
lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es “humano”,
sin una adecuada referencia a lo que es “femenino”. Así sucede, de modo
análogo, en la economía salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente
en relación con toda la historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la
óptica de nuestra fe, el misterio de la “mujer”: virgen-madre-esposa» (Juan
Pablo II, Mulieris dignitatem, n.
22).
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