33º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
5 Como
algunos le hablaban del Templo, que estaba adornado con bellas piedras y
ofrendas votivas, dijo:
6 —Vendrán
días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea
destruida.
7 Le
preguntaron:
—Maestro, ¿cuándo ocurrirán estas
cosas y cuál será la señal de que están a punto de suceder?
8 Él
dijo:
—Mirad, no os dejéis engañar; porque
vendrán en mi nombre muchos diciendo: «Yo soy», y «el momento está próximo». No
les sigáis. 9 Cuando oigáis hablar de guerras y de revoluciones, no
os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas. Pero el fin
no es inmediato.
10 Entonces
les decía:
—Se alzará pueblo contra pueblo y
reino contra reino; 11 habrá grandes terremotos y hambre y peste en
diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo. 12
Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán,
entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y
gobernadores por causa de mi nombre: 13 esto os sucederá para dar
testimonio. 14 Así pues, convenceos de que no debéis tener preparado
de antemano cómo os vais a defender; 15 porque yo os daré palabras y
sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. 16
Seréis entregados incluso por padres y hermanos, parientes y amigos, y
matarán a algunos de vosotros, 17 y todos os odiarán a causa de mi
nombre. 18 Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. 19 Con
vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
El discurso de Jesús viene provocado por la admiración de los
discípulos ante la belleza del Templo «adornado con bellas piedras y ofrendas
votivas» (v. 5). Herodes el Grande había emprendido en el año 20 a .C. la reconstrucción y
ampliación del Templo, edificado tras el exilio de Babilonia (siglo VI a.C.).
La obra se acabó el 64 d.C., es decir, poco antes de su destrucción por parte
de Tito. La reconstrucción debía de estar muy avanzada en el momento en el que
se produce este diálogo. Las proporciones colosales, la ornamentación armónica
y la riqueza de los materiales empleados hacían del edificio el orgullo de
cualquier judío de la época (cfr Flavio Josefo, De bello iudaico 184-237; Antiquitates
iudaicae 15,11). De ahí las palabras admirativas de aquellos hombres y la
respuesta sorprendente de Jesús.
Ante la pregunta de los discípulos (v. 7), Jesús anuncia la
destrucción del Templo. Tal destrucción va a ir acompañada de la aparición de
falsos mesías (v. 8), guerras y revoluciones (v. 9). Ante estos hechos el Señor
les aconseja tener serenidad: «No os dejéis engañar» (v. 8), «no os aterréis»
(v. 9). Además les anuncia que no son señales de que el fin sea inmediato (v.
9). Todavía tiene que llegar el «tiempo de los gentiles» que se predice más
tarde (21,24).
A continuación (vv. 10-19), en continuidad con las guerras y
revoluciones anunciadas antes, el Señor vaticina a los discípulos otros
desastres (vv. 10-11), y las dificultades que van a tener que sufrir en la
expansión del Reino de Dios: persecuciones, incomprensión, odio, etc. (vv. 12.
16.17). Dos notas presiden estas palabras de Jesús. En primer lugar, les
promete la asistencia de Dios (vv. 14-15): las dificultades, por grandes que
sean, no escapan a la providencia divina. Suceden porque Dios las permite,
porque puede sacar de ellas bienes mayores. Las persecuciones serán ocasión de
dar testimonio. Como dice una conocida frase de la primitiva apologética
cristiana: sanguis martyrum semen
christianorum, «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos»
(Tertuliano, Apologeticum 50,13).
Además, el Señor promete una asistencia especial: dará su sabiduría
para defenderse y hasta lo que pueda parecer una desgracia será el comienzo de la gloria. En segundo
lugar, les asegura la victoria que nacerá de su paciencia perseverante (vv.
18-19). Las frases de Jesús son así una exhortación a la paciencia como parte
integrante de la fortaleza: «Es pues necesaria una virtud que conserve el bien
de la razón frente a la tristeza, para que la razón no sucumba ante ella. Tal
es la función propia de la paciencia, que es, según San Agustín, “la que nos
hace soportar los males con buen ánimo, es decir, sin decaer, no sea que
soportándolos con impaciencia, perdamos los bienes que nos llevan a otros
mayores”» (Sto. Tomás de Aquino, Summa
theologiae 2-2,136,1). De ahí que, como afirman las palabras del Señor (v.
19), la paciencia nos salva, porque «el hombre posee su alma mediante la
paciencia, en cuanto que arranca de raíz la turbación causada por las
adversidades que quitan el sosiego del alma» (ibidem 2-2,136,2,2).
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