10º domingo del Tiempo ordinario – B. 2ª lectura
13 Pero teniendo el
mismo espíritu de fe —según lo que está escrito: Creí, por eso hablé—, también
nosotros creemos, y por eso hablamos, 14 sabiendo que quien resucitó
al Señor Jesús también nos resucitará con Jesús y nos pondrá a su lado con
vosotros. 15 Porque todo es para vuestro bien, a fin de que la
gracia, multiplicada a través de muchos, haga abundar la acción de gracias para
la gloria de Dios. 16 Por eso no desfallecemos; al contrario, aunque
nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va
renovando día a día. 17 Porque la leve tribulación de un instante se
convierte para nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente,
18 ya que nosotros no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles,
sino en las invisibles; pues las visibles son pasajeras, y en cambio las
invisibles, eternas.
5,1 Porque sabemos que, si la tienda de nuestra mansión
terrena se deshace, tenemos un edificio que es de Dios, una casa no hecha por
mano de hombre, sino eterna, en los cielos.
La esperanza de la
resurrección y del Cielo (4,14) es estímulo para la fortaleza del Apóstol.
Mientras el hombre exterior —el cuerpo corruptible— va consumiéndose por las
tribulaciones y sufrimientos, el hombre interior —la vida del alma— crece y se
renueva de día en día hasta alcanzar su plenitud en el Cielo. Es algo que se
observa de manera evidente en la biografía de los santos: en medio de
sufrimientos y enfermedades, y a la vez que su vida en la tierra se va
consumiendo, la juventud de su alma y la alegría aumentan. «¿Y de que manera?
Por la fe, por la esperanza, por la caridad ardiente. Por tanto hemos de ver
los peligros con mirada intrépida. Cuanto mayores sean los males que consuman
nuestro cuerpo, más lisonjeras esperanzas deberá concebir nuestra alma, más
esplendor y brillo sacará de allí, como el oro toma un brillo más deslumbrante
cuando está en el crisol encendido» (S. Juan Crisóstomo, In 2 Corinthios 9).
La mención de la
tienda del desierto (5,1) resalta la caducidad de nuestro cuerpo frente a «las
arras del Espíritu» (5,5) que garantizan y anticipan la vida definitiva, como
la de Cristo resucitado: «Esta tierra no es nuestra patria; estamos en ella
como de paso, cual peregrinos. (...) Nuestra patria es el Cielo, que hay que
merecer con la gracia de Dios y nuestras buenas acciones. Nuestra casa no es la
que habitamos al presente, que nos sirve tan sólo de morada pasajera; nuestra
casa es la eternidad» (S. Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados 16,1,2).
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