10º domingo del Tiempo ordinario – B. 1ª lectura
9 El Señor Dios
llamó al hombre y le dijo:
—¿Dónde estás?
10 Éste contestó:
—Oí tu voz en
el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; por eso me oculté.
11 Dios le
preguntó:
—¿Quién te ha
indicado que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí
comer?
12 El hombre
contestó:
—La mujer que
me diste por compañera me dio del árbol y comí.
13 Entonces el
Señor Dios dijo a la mujer:
—¿Qué es lo
que has hecho?
La mujer
respondió:
—La serpiente
me engañó y comí.
14 El Señor Dios
dijo a la serpiente:
—Por haber
hecho eso, maldita seas
entre todos
los animales
y todas las
bestias del campo.
Te
arrastrarás sobre el vientre,
y polvo
comerás todos los días de tu vida.
15 Pondré
enemistad entre ti y la mujer,
entre tu linaje
y el suyo;
él te herirá
en la cabeza,
mientras tú
le herirás en el talón.
El texto que
escuchamos en la primera lectura de la
Santa Misa
se enmarca en el relato del primer pecado. «El relato de la caída (Gn 3)
utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento
primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la
historia del hombre. La
Revelación nos da la certeza de fe de que
toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido
por nuestros primeros padres» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 390).
La Biblia
nos enseña aquí el origen del mal, de todos los males que padece la humanidad,
y especialmente de la muerte. El mal no viene de Dios, que creó al hombre para
que viviese feliz y en amistad con Él, sino del pecado, es decir, del hecho de
que el hombre quebrantó el mandamiento divino, destruyendo así la felicidad
para la que fue creado y la armonía con Dios, consigo mismo, y con la creación.
«El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia
su Creador (cfr Gn 3,1-11), y, abusando de su libertad desobedeció el
mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cfr Rm 5,19).
En adelante todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza
en su bondad» (ibidem,
n. 397).
En la
descripción de ese pecado de origen y de sus consecuencias el autor sagrado se
sirve del lenguaje simbólico —así el jardín, el árbol, la serpiente— para
expresar una gran verdad de orden histórico y religioso: que el hombre al
comienzo de su andadura en la tierra desobedeció a Dios, y que ésa es la causa
de que exista el mal. Se descubre, al mismo tiempo, el proceso y las
consecuencias de todo pecado, en el que «los ojos del alma se embotan; la razón
se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una
tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que nuestro
Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente.
Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del
universo, se entusiasma de nuevo con el “seréis como dioses” (Gn 3,15) y, al
llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios» (S. Josemaría
Escrivá, Es Cristo
que pasa, n. 6).
A partir del
versículo 7 se van viendo los efectos del pecado de origen. El hombre y la
mujer han conocido el mal y lo proyectan, antes que nada, a lo que les es más
propio e inmediato: sus propios cuerpos. Se ha roto la armonía interior
descrita en Gn 2,25, y surge la concupiscencia. Se rompe al mismo tiempo la
amistad con Dios, y el hombre rehúye su presencia para no ser visto en su
desnuda realidad. ¡Como si su Creador no le conociese! Se rompe también la armonía
entre el hombre y la mujer: él echa la culpa a ella, y ella a la serpiente.
Pero los tres han tenido su parte de responsabilidad, por lo que a los tres se
les va a anunciar el castigo.
«La armonía
en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda
destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo
se quiebra (cfr Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a
tensiones (cfr Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio
(cfr Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace
para el hombre extraña y hostil (cfr Gn 3,17.19). A causa del hombre la
creación es sometida a la “servidumbre de la corrupción” (Rm 8,21). Por fin la
consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cfr Gn
2,17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue tomado” (Gn 3,19).
La muerte hace su
entrada en la historia de la humanidad (cfr Rm 5,12)» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 400).
El castigo
que Dios impone a la serpiente (vv. 14-15) incluye el enfrentamiento permanente
entre la mujer y el diablo, entre la humanidad y el mal, con la promesa de la
victoria por parte del hombre. Por eso se ha llamado a este pasaje el
«Protoevangelio»: porque es el primer anuncio que recibe la humanidad de la
buena noticia del Mesías redentor. Es obvio que herir en la cabeza es producir
una herida mortal, mientras que la herida en el talón es curable.
Como enseña
el Concilio Vaticano II, «Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo
(cfr Jn 1,3), da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas
(cfr Rm 1,19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se
manifestó además personalmente a nuestros primeros padres ya desde el
principio. Después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación
(cfr Gn 3,15) con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del
género humano, para dar la vida eterna a todos cuantos buscan la salvación con
la perseverancia en las buenas obras (cfr Rm 2,6-7)» (Dei Verbum, n. 3).
La victoria
contra el diablo la llevará a cabo un descendiente de la mujer, el Mesías. La
Iglesia siempre ha entendido estos
versículos en sentido mesiánico, referidos a Jesucristo; y ha visto en la
mujer, madre del Salvador prometido, a la
Virgen María como nueva Eva. «Estos
primeros documentos, tal como son leídos en la
Iglesia y son entendidos a la luz de una
ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura
de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz, es insinuada
proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros
primeros Padres, caídos en pecado (cfr Gn 3,15). (...) Por eso no pocos padres
antiguos, en su predicación, gustosamente afirman: “El nudo de la desobediencia
de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la
incredulidad, la
Virgen María lo desató por la fe” (S.
Ireneo, Adversus
haereses 3,22,4); y, comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los
vivientes” (S. Epifanio, Adversus haereses
Panarium 78,18), y afirman con mayor frecuencia: “la muerte vino por Eva,
por María la vida” (S. Jerónimo, Epistula 22,21;
etc.)» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, nn.
55-56).
En efecto, la
mujer va a tener un papel importantísimo en esa victoria sobre el diablo, hasta
el punto de que ya San Jerónimo, en su traducción de la
Biblia al latín, la
Vulgata,
interpreta: «ella (la mujer) te pisará la cabeza». Esa mujer es la
Santísima Virgen, nueva Eva y madre del
Redentor, que participa de forma anticipada y preeminente en la victoria de su
Hijo. En ella nunca hizo mella el pecado y la
Iglesia la proclama como la
Inmaculada Concepción.
Si Dios no
impidió que el primer hombre pecara fue, según explica Santo Tomás, porque
«Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor
bien. De ahí las palabras de San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia” (Rm 5,20). Y el canto del Exultet: “¡Oh
feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!”» (Summa theologiae 3,1,3
ad 3; cfr Catecismo
de la
Iglesia Católica, n. 412).
Comentarios