10º domingo del Tiempo ordinario – B. Evangelio
20 Entonces llegó a casa; y se volvió a juntar la muchedumbre,
de manera que no podían ni siquiera comer. 21 Se enteraron sus
parientes y fueron a llevárselo porque decían que había perdido el juicio.
22 Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían:
—Tiene a Beelzebul, y expulsa los demonios por el príncipe
de los demonios.
23 Y convocándolos les decía con parábolas:
—¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? 24 Si un
reino está dividido en su interior, ese reino no puede sostenerse; 25
y si una casa está dividida en su interior, esa casa no podrá sostenerse. 26
Y si Satanás se levanta contra sí mismo, entonces se encuentra dividido y no
puede sostenerse, sino que ha llegado su fin. 27 Pues nadie puede
entrar en la casa de uno que es fuerte y arrebatarle sus bienes, si antes no
ata al que es fuerte. Sólo entonces podrá arrebatarle su casa.
28 »En verdad os digo que todo se les perdonará a los hijos de
los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; 29 pero el
que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de
delito eterno.
30 Porque ellos decían:
—Tiene un espíritu impuro.
31 Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera,
enviaron a llamarlo. 32 Y estaba sentada a su alrededor una
muchedumbre, y le dicen:
—Mira, tu madre, tus hermanos y tus hermanas te buscan
fuera.
33 Y, en respuesta, les dice:
—¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?
34 Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice:
—Éstos son mi madre y mis hermanos: 35 quien hace
la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
La absorbente
dedicación del Redentor al apostolado aparece a los ojos de algunos de sus
parientes como una exageración, una locura. Así se presenta también en otros
lugares (cfr 6,3 y par), de modo semejante a como fue vista muchas veces la
actuación de los profetas (cfr p. ej. Jr 12,6). Al leer estas palabras del
Evangelio, no podemos por menos de sentirnos afectados pensando en aquello a lo
que se sometió Jesús por amor nuestro. Muchos santos, a ejemplo de Cristo,
pasarán también por locos, pero serán locos de Amor a Jesucristo.
Peor que lo que
piensan los parientes de Jesús es la acusación de los escribas bajados de
Jerusalén (vv. 22-30). Ellos reconocen el poder de Jesús sobre los demonios,
pero llegan a imputar al diablo lo que son obras de Dios (v. 22). Jesús
explica, con unas comparaciones (vv. 23-27), el contrasentido de la acusación.
En el razonamiento del Señor hay unas indicaciones muy sutiles: con su llegada
al mundo, hay un conflicto entre dos reinos, el de Satanás y el Reino de Dios.
Por tanto, si Satanás ha sido vencido por Jesús (cfr 1,24-27.34.39; 3,11-12) es
imposible que Jesús tenga algo que ver con Satanás (vv. 24-26). Ciertamente,
Satanás es fuerte, pero Jesús es más fuerte (v. 27).
Al final (vv.
28-30), ante la ceguera de sus corazones, Jesús, que había mostrado su
misericordia perdonando a los pecadores y comiendo con ellos, advierte cuán
difícil será el perdón para quienes voluntariamente se cierran al conocimiento
de la verdad. En esa actitud consiste precisamente la gravedad especial de la
blasfemia contra el Espíritu Santo: atribuir a Satanás las obras de bondad realizadas
por el mismo Dios. Quien actuara así vendría a ser como un enfermo que, en el
colmo de su desconfianza, repeliera al médico como a un enemigo, y rechazara
como un veneno la medicina que le podría salvar. Por eso dice Nuestro Señor que
el que blasfema contra el Espíritu Santo no tendrá perdón: no porque Dios no
pueda perdonar todos los pecados, sino porque ese hombre, en su obcecación
frente a Dios, rechaza y desprecia las gracias del Espíritu Santo (cfr nota a
Mt 12,22-37).
En los vv. 31-35 se
distingue explícitamente a la Madre y a los «hermanos» de Jesús (v. 31) de los
otros parientes (3,21) que le tomaban por loco. La escena aquí relatada señala
una característica primordial del cristiano: el cumplimiento de la voluntad de
Dios supone un parentesco con Cristo más estrecho que el parentesco natural de
sangre. Por eso la inclusión aquí de la Madre de Jesús es muy significativa ya
que Ella, con su correspondencia al querer de Dios, prefiguró lo que sería la
vida de los discípulos: «¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la
Virgen María, Ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que
fue elegida para que de Ella naciera entre los hombres el que había de ser
nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en
Ella? Ciertamente, cumplió Santa María, con toda perfección, la voluntad del
Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que
la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser
madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz
a su maestro, lo llevó en su seno» (S. Agustín, Sermones 25,7).
Como en otras
ocasiones, aparece aquí la expresión «hermanos» de Jesús (v. 31). La Iglesia
confiesa la perpetua virginidad de María, y, por tanto, lo razonable es
intentar aclarar el significado de este término: «La Escritura menciona unos
hermanos y hermanas de Jesús (cfr Mc 3,31; 6,3; 1 Co 9,5; Ga 1,19). La Iglesia
siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen
María; en efecto, Santiago y José “hermanos de Jesús” (Mt 13,55) son los hijos
de una María discípula de Cristo (cfr Mt 27,56) que se designa de manera
significativa como “la otra María” (Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de
Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cfr Gn 13,8; 14,16;
29,15; etc.)» (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 500).
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