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De lo que rebosa el corazón, habla la boca (Lc 6,39-45)

8º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
39 Les dijo también una parábola:
— ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
40 No está el discípulo por encima del maestro; todo aquel que esté bien instruido podrá ser como su maestro. 41 ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? 42 ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.
43 Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. 44 Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal. 45 El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca.
El discurso concluye con varias enseñanzas del Señor que tienen un común denominador: no hay que atender a las manifestaciones externas de piedad o virtud, sino a la disposición interior. Las glosas de los santos pueden ayudarnos a hacer práctica esa doctrina.
En el comienzo (vv. 39-42), se subraya la necesidad de purificarnos para poder ver con claridad a Dios y a los demás: «Si tú me dices: “Muéstrame a tu Dios”, yo te diré a mi vez: “Muéstrame tú al hombre que hay en ti”, y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven, y si oyen los oídos de tu corazón. (…) Ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones» (S. Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum 1,2).
Después (vv. 43-45), Jesucristo nos habla de pureza de intención. De la misma manera que los frutos dan a conocer el árbol que los produjo, las obras acaban por descubrir el corazón del que nacieron. Ahí está, en el corazón, la determinación última del valor de nuestras acciones (v. 45), pues «no está el negocio en tener hábito de religión u no, sino en procurar ejercitar las virtudes y rendir nuestra voluntad a la de Dios en todo y que el concierto de nuestra vida sea lo que Su Majestad ordenare de ella, y no queramos nosotras que se haga nuestra voluntad, sino la suya» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas 3,2,6).

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