¡Ojalá rasgaras los cielos y bajases! (Is 63,16b-17.19b; 64,2-7)
1º domingo de Adviento – B. 1ª lectura
16b ¡Tú
eres nuestro Padre!
Aunque Abrahán ya no nos conozca,
e Israel nos ignore,
¡Tú, Señor, eres nuestro Padre,
nuestro Redentor!
Tu Nombre es eterno.
17
¿Por qué, Señor, nos hiciste vagar fuera de tus caminos,
y endureciste nuestro corazón para que
no te temiésemos?
¡Vuélvete, por amor a tus siervos,
a las tribus de tu heredad!
19b ¡Ojalá
rasgaras los cielos y bajases!
Ante ti se estremecerían las montañas.
64,2 Cuando,
haciendo prodigios que no aguardábamos,
descendiste, los montes se
estremecieron ante Ti.
3 Nunca se oyó, ni oído
escuchó,
ni ojo vio a un Dios fuera de Ti,
que haga tanto con quien espera en Él.
4 Tú sales al encuentro
de quien se goza en hacer justicia,
de los que se acuerdan de tus caminos.
Te airaste, y nosotros pecamos contra
ellos
por largo tiempo: ¿cómo podemos ser
salvos?
5 Todos nosotros somos
algo inmundo,
todas nuestras justicias son como
paños de menstruación.
Todos estamos marchitos como hojarasca
y nuestras iniquidades nos arrastran
como el viento.
6 No hay quien invoque tu
Nombre,
quien se levante para serte fiel,
pues nos has escondido tu rostro
y nos has dejado en mano de nuestras
iniquidades.
7 Pero ahora, Señor, Tú
eres nuestro Padre;
nosotros, el barro, Tú nuestro
alfarero,
y todos nosotros la obra de tus manos.
Por fin viene el Señor vencedor como Juez que castiga y premia. Al
contemplar cercana su venida se eleva esta plegaria llena de confianza y
esperanza.
Hay por dos veces (63,16 y 64,7) una interpelación apremiante a Dios,
invocado como Padre de Israel. Es uno de los pasajes más elocuentes del Antiguo
Testamento sobre la entrañable paternidad de Dios con su pueblo. El autor del
poema espera confiadamente que el corazón paternal del Señor no quede
insensible ante tantos sufrimientos de sus hijos, aunque hayan merecido castigo
por su infidelidad (64,3-6). Las súplicas por el auxilio divino se vuelven
dramáticas (63,17-19a), hasta terminar con la petición de un milagro portentoso
(63,19b). La exposición de las calamidades que ha sufrido el pueblo continúa en
64,2-7 en el mismo tono que en 63,16-19: el profeta desarrolla los motivos para
que Dios auxilie al pueblo de su heredad.
El grito ardoroso del profeta -¡Ojalá
rasgaras los cielos y bajases!- (63,19b) sintetiza de modo admirable la
paciente espera de Israel en las intervenciones salvadoras de Dios; y, en
perspectiva mesiánica, asume las esperanzas depositadas en el Salvador esperado
por el pueblo elegido a lo largo de su historia. También, de alguna manera, es
el clamor de todo hombre que se dirige al Señor con la urgencia de que sus
aspiraciones nobles no caigan en saco roto. Este Adviento de siglos, que en
cierto modo revive en nuestros días, encuentra de nuevo su respuesta en el
designio de Dios Padre, que envió a su Hijo, hecho Hombre, para que llevase a
cabo nuestra Redención, y envió al Espíritu Santo para hacer a los hombres
partícipes de su Amor.
Las palabras de Is 64,3 son evocadas por San Pablo para mostrar la
sabiduría y el amor de Dios por cuantos le aman y el conjunto de dones futuros
que superan la capacidad del hombre: «Según está escrito: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las
cosas que preparó Dios para los que le aman» (1 Co 2,9). Ya que estos dones se
alcanzan plenamente en la vida futura, también ha sido muy comentado en la
espiritualidad cristiana para expresar la felicidad del cielo. Así lo haría por
ejemplo San Roberto Belarmino: «¿Acaso no prometes además un premio a los que
guardan tus mandamientos, más precioso que el oro fino, más dulce que la miel
de un panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice Santiago: La corona de la vida que el Señor ha
prometido a los que lo aman. ¿Y qué es esta corona de la vida? Un bien
superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice San Pablo, citando al
profeta Isaías: Ni el ojo vio, ni el oído
oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman»
(De ascensione mentis in Deum, Grado
1).
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