Comienzo del Evangelio (Mc 1,1-8)
2º domingo de Adviento – B. Evangelio
1 Comienzo
del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. 2 Como está escrito en el
profeta Isaías:
Mira
que envío a mi mensajero delante de ti,
para
que vaya preparando tu camino.
3 Voz
del que clama en el desierto:
«Preparad
el camino del Señor,
haced
rectas sus sendas».
4 Apareció
Juan Bautista en el desierto predicando un bautismo de penitencia para remisión
de los pecados. 5 Y toda la región de Judea y todos los habitantes
de Jerusalén acudían a él y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando
sus pecados. 6 Juan llevaba un vestido de pelo de camello con un
ceñidor de cuero a la cintura y comía langostas y miel silvestre. 7 Y
predicaba:
—Después de mí viene el que es más
poderoso que yo, ante quien yo no soy digno de inclinarme para desatarle la
correa de las sandalias. 8 Yo os he bautizado en agua, pero él os
bautizará en el Espíritu Santo.
El versículo inicial viene a ser como el pórtico de todo el Evangelio según San Marcos: Jesús de
Nazaret es el Mesías («Jesucristo») y también «Hijo de Dios»; con Él llega el
momento de la salvación («comienzo») ya que Él mismo es la buena noticia de la
salvación («Evangelio»).
La palabra «Evangelio» indica el feliz anuncio, la buena nueva que
Dios comunica a los hombres por medio de su Hijo. En este sentido, la frase
«Evangelio de Jesucristo» (v. 1) se refiere al mensaje que Él ha anunciado a
los hombres de parte del Padre. Pero el contenido de la buena nueva es, en
primer lugar, el mismo Jesucristo, sus palabras y sus obras: «Jesús mismo,
Evangelio de Dios (cfr Mc 1,1; Rm 1,1-3), ha sido el primero y el más grande
evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el
sacrificio de su existencia terrena» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 7). Los Apóstoles, enviados por Cristo,
dieron testimonio a judíos y gentiles, por medio de la predicación oral, de la
muerte y resurrección de Jesús como cumplimiento de las profecías del Antiguo
Testamento, y éste era su Evangelio (cfr 1 Co 15,4). Los Apóstoles y otros
varones apostólicos, movidos por el Espíritu Santo, pusieron por escrito parte
de esta predicación en los evangelios. De este modo, por la Sagrada Escritura
y la Tradición
apostólica, la voz de Cristo se perpetúa por todos los siglos y se hace oír en
todas las generaciones y en todos los pueblos.
San Juan Bautista es presentado —con una cita de los profetas y
también por sus acciones de signo profético— como el nexo de continuidad entre
el Antiguo y el Nuevo Testamento: es el último de los Profetas y el primero de
los testigos de Cristo. Tal vez el evangelista menciona a Isaías por ser el
profeta más importante en el anuncio de los tiempos mesiánicos, pero la cita
(vv. 2-3) comienza recogiendo unas palabras de Ml 3,1, seguidas por las de Is
40,3. En todo caso, este texto señala que el Antiguo Testamento, si se entiende
a la luz de Jesucristo, es Evangelio: «El Evangelio se refiere en primer lugar
a aquel que es cabeza de todo el cuerpo de los salvados, es decir, a Cristo
Jesús. (...) El comienzo del Evangelio
(...) se refiere a todo el Antiguo Testamento, del que Juan es figura, o a la
conexión existente entre el Nuevo y el Antiguo Testamento, cuya parte final
está representada precisamente por Juan. (...) Por eso me pregunto por qué los
herejes atribuyen los dos Testamentos a dos dioses distintos» (Orígenes, Commentaria in Ioannem 1,13,79-82).
La descripción de la vida sobria del Bautista (vv. 4-6) es acorde con
el contenido de su predicación: es necesaria una purificación para recibir al
Mesías. La grandeza de Jesús como Mesías la señala Juan cuando no
se considera digno de desatarle la correa de las sandalias (v. 7). Si se tiene
presente que esta acción se consideraba tan humillante que estaba prohibido
exigirla a un esclavo judío, se comprende mejor la expresividad de las palabras
del Bautista.
De Juan, el evangelista recuerda, sobre todo, su predicación. El
Bautista «predicaba» (cfr v. 4) un bautismo de penitencia, y «predicaba» la
llegada de Jesús como alguien «más poderoso que yo» (v. 7), cuyo bautismo será
en «el Espíritu Santo». En efecto, el bautismo de Juan suponía reconocer la
propia condición de pecador —«confesando sus pecados» (v. 5)—, puesto que tal
rito significaba precisamente eso. Esta confesión de los pecados es distinta
del sacramento cristiano de la Penitencia. Sin embargo, era agradable a Dios al
ser signo de arrepentimiento interior y estar acompañada de frutos dignos de
penitencia (Mt 3,7-10; Lc 3,7-9): «El bautismo de Juan no consistió tanto en el
perdón de los pecados como en ser un bautismo de penitencia con miras a la
remisión de los pecados, es decir, la que tendría que venir después por medio
de la santificación de Cristo. (...) No puede llamarse bautismo perfecto sino
en virtud de la cruz y de la resurrección de Cristo» (S. Jerónimo, Contra luciferianos 7).
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