Estad siempre alegres (1 Ts 5,16-24)
16 Estad
siempre alegres. 17 Orad sin cesar. 18 Dad gracias por
todo, porque eso es lo que Dios quiere de vosotros en Cristo Jesús. 19 No
extingáis el Espíritu, 20 ni despreciéis las profecías; 21 sino
examinad todas las cosas, retened lo bueno 22 y apartaos de toda
clase de mal.
23 Que
Él, Dios de la paz, os santifique plenamente, y que vuestro ser entero
—espíritu, alma y cuerpo— se mantenga sin mancha hasta la venida de nuestro
Señor Jesucristo. 24 El que os llama es fiel, y por eso lo cumplirá.
San Pablo acaba de exhortar a todos los cristianos a manifestar con
obras la caridad fraterna (vv. 14-15). Como consecuencia encontrarán la paz con
Dios y con los demás que llena al hombre de gozo y serenidad (v. 16). Entonces,
incluso las mayores penas y dolores llevados con visión de fe no quitan la
alegría: «Si nos sentimos hijos predilectos de nuestro Padre de los Cielos,
¡que eso somos!, ¿cómo no vamos a estar alegres siempre? —Piénsalo» (S.
Josemaría Escrivá, Forja, n. 266).
Además, la perseverancia en la oración (v. 17) mantendrá despierta la
lucha por vivir las indicaciones de San Pablo. «El Apóstol nos manda orar
siempre. Para los santos el mismo sueño es oración. Sin embargo, debemos tener
unas horas de oración bien repartidas de modo que, si estamos absorbidos por
algún trabajo, el mismo horario nos amoneste a cumplir nuestro deber» (S.
Jerónimo, Epistulae 22,37).
Para ello, es imprescindible también contar con la acción callada y
eficaz del Espíritu Santo (vv. 19-21). «El Bienaventurado Pablo, no queriendo
que se enfriara la gracia del Espíritu que se nos ha dado, [nos] exhorta
escribiendo: No apaguéis el Espíritu.
Pues de este modo continuamos siendo partícipes de Cristo: si nos adherimos
hasta el final al Espíritu que se nos dio al principio. Dijo: No apaguéis, no porque el Espíritu esté
a merced del poder de los hombres, sino porque los malvados y los ingratos
demuestran querer apagarlo. Ellos, a imagen de los que han envejecido, con sus
impías acciones, hacen huir al Espíritu» (S. Atanasio, Epistulae festales 3,4).
La santificación que Dios realiza en el hombre alcanza la totalidad
de su ser. La santidad cristiana es la plenitud del orden establecido por Dios
en la creación, y restablecido después del pecado. Por esto el Apóstol invoca
a Dios como «Dios de la paz» (v. 23), es decir, de la tranquilidad en el orden.
La santidad lleva a su perfección e integridad todas las facultades humanas,
tanto corporales como espirituales; de modo que completa y perfecciona, sin
alterarlo, el orden natural.
«El que os llama» (v. 24). El texto griego utiliza el participio de
presente, que expresa una acción continua. La vocación divina no es un hecho
aislado ocurrido en algún momento de la vida, sino una actitud permanente de
Dios, que continuamente llama a los fieles a que sean santos. La fidelidad es
algo propio de Dios, que cumple siempre sus promesas y no se retracta de su
voluntad salvífica: «Quien comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo»
(Flp 1,6). Por eso, la santidad depende de la gracia divina, que nunca falta, y
de la correspondencia por parte del hombre. La perseverancia final es una
gracia, pero Dios no la niega a quien se esfuerza por obrar el bien. «Así pues,
apoyados en esta esperanza, únanse nuestras almas a Aquel que es fiel en sus
promesas y justo en sus juicios. El que nos mandó no mentir, mucho menos
mentirá Él mismo» (S. Clemente Romano, Ad
Corinthios 1,27).
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