Corpus Christi – B. 2ª lectura
11 Pero
Cristo, al presentarse como Sumo Sacerdote de los bienes futuros a través de un
Tabernáculo más excelente y perfecto —no hecho por mano de hombre, es decir, no
de este mundo creado— 12 y a través de su propia sangre —no de la
sangre de machos cabríos y becerros—, entró de una vez para siempre en el
Santuario y consiguió así una redención eterna. 13 Porque si la
sangre de machos cabríos y toros y la aspersión de la ceniza de una vaca pueden
santificar a los impuros para la purificación de la carne, 14 ¡cuánto
más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo como
víctima inmaculada a Dios, limpiará de las obras muertas nuestra conciencia
para dar culto al Dios vivo!
15 Y
por esto es mediador de una nueva alianza, de modo que, al haber muerto para
redimir las transgresiones cometidas bajo la primera alianza, los que han sido
llamados reciban la herencia eterna prometida.
En la Antigua Ley
tanto el sacrificio expiatorio como el ritual de una alianza exigían el
derramamiento de sangre. El autor sagrado manifiesta que la mediación
sacerdotal de Cristo es la única que puede lograr el perdón de los pecados y el
acceso de los hombres a Dios, porque derramó su propia sangre para ratificar la Nueva Alianza (vv.
11-14), y así nos abrió con su cuerpo resucitado —el «Tabernáculo» (v. 11; cfr
Jn 2,19-22)— las puertas del cielo. «Espíritu eterno» (v. 14) puede referirse a
la divinidad presente en Cristo o al Espíritu Santo, que «actuó de manera
especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el
sufrimiento en amor redentor» (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, n. 40). El cristiano puede hacer también
de su vida un sacrificio para Dios, uniéndose al sacrificio de Cristo: «Por Él,
que se dignó hacerse sacrificio por nosotros, puede nuestro sacrificio ser
agradable en la presencia de Dios» (S. Fulgencio de Ruspe, Epistulae 14,36).
Los términos «alianza» y «testamento» de los vv. 15-17 traducen la
misma palabra griega diatheke. Esta palabra,
que literalmente significa «disposición», era la que utilizaron las
traducciones al griego del Antiguo Testamento para designar la Alianza en el Sinaí. El
autor de la carta utiliza estos dos sentidos —pacto y disposición final
(testamento)— para enseñar que la muerte de Cristo en la cruz era un verdadero
sacrificio de Alianza, como lo fue el del Sinaí (vv. 18-22; cfr Ex 24,3-8).
Enseña también que la muerte de Cristo es la última disposición de Dios:
otorgar a los hombres la herencia del cielo (vv. 23-28).
En todo el pasaje se revela el poder redentor de la sangre de Cristo,
ante la que nos debemos conmover, como se conmovieron los santos: «Tengamos los
ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre,
porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el
mundo entero la gracia del arrepentimiento» (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 7,4). «¿Deseas descubrir
aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su
fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor.
(...) El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo
santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada»
(S. Juan Crisóstomo, Catecheses ad
illuminandos 3,16). Y Santa Catalina de Siena escribe: «Anégate en la
sangre de Cristo crucificado; báñate en su sangre; sáciate con su sangre;
embriágate con su sangre; vístete de su sangre; duélete de ti mismo en su
sangre; alégrate en su sangre; crece y fortifícate en su sangre; pierde la
debilidad y la ceguera en la sangre del Cordero inmaculado; y con su luz, corre
como caballero viril, a buscar el honor de Dios, el bien de su santa Iglesia y
la salud de las almas, en su sangre» (Cartas
333).
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