Corpus Christi – B. 1ª lectura
8 A
continuación tomó Moisés la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo:
3 Vino,
pues, Moisés y contó al pueblo todas las palabras del Señor y todas las normas.
Y el pueblo entero respondió a una sola voz:
—Haremos todo lo que ha dicho el Señor.
4 Luego
Moisés escribió todas las palabras del Señor y, levantándose temprano por la
mañana, construyó al pie de la montaña un altar y doce estelas por las doce
tribus de Israel. 5 Mandó a algunos jóvenes de los hijos de Israel
que ofrecieran holocaustos y que inmolaran novillos como sacrificio de comunión
en honor del Señor. 6 Entonces Moisés tomó la mitad de la sangre y
la echó en unos recipientes; la otra mitad la vertió sobre el altar. 7 Tomó
después el libro de la alianza y lo leyó a oídos del pueblo, que respondió:
—Haremos y obedeceremos todo lo que ha
dicho el Señor.
—Ésta es la sangre de la alianza que
ha hecho el Señor con vosotros de acuerdo con todas estas palabras.
El rito tiene lugar en la falda del monte; sólo Moisés es el
intermediario, pero los protagonistas son Dios y su pueblo. La ceremonia tiene
dos partes: la lectura y aceptación de las cláusulas de la Alianza (vv. 3-4), es
decir, las palabras (Decálogo) y las normas (el denominado Código de la Alianza ); y, por otra
parte, el sacrificio que sella el pacto. A partir de aquí, en la tradición
bíblica, disposiciones legales y Alianza mosaica irán siempre unidas, como
manifestación de que toda la ordenación jurídica de Israel se basa en la
voluntad expresa del Dios de la
Alianza.
La aceptación de las cláusulas se hace con toda solemnidad, usando la
fórmula ritual: «Haremos todo lo que ha dicho el Señor». El pueblo, que ya
había pronunciado este compromiso (19,8), lo repite al escuchar el discurso de
Moisés (v. 3) y en el momento previo a ser rociado con la sangre del
sacrificio. Queda así asegurado el carácter vinculante del pacto.
El sacrificio conserva rasgos muy arcaicos: el altar construido para
la ocasión (v. 4; cfr 20,25); las doce estelas colocadas probablemente
alrededor del altar; los jóvenes, y no los sacerdotes, que inmolan las
víctimas; y, sobre todo, el rito con la sangre que centra toda la ceremonia.
Al distribuir la sangre a partes iguales entre el altar, que
representa a Dios, y el pueblo, se quiere significar que ambos se comprometen a
las exigencias de la
Alianza. Hay datos de que los pueblos nómadas sellaban sus
pactos con sangre de animales sacrificados. Pero en la Biblia no hay vestigios de
este uso de la sangre. El significado de este rito es probablemente más
profundo: puesto que la sangre, que significa la vida (cfr Gn 9,4), pertenece
sólo a Dios, únicamente debía derramarse sobre el altar, o usarse para ungir
a las personas consagradas al Señor, como los sacerdotes (cfr Ex 29,19-22).
Cuando Moisés rocía con la sangre del sacrificio al pueblo entero, lo está
consagrando, haciendo de él «propiedad divina y reino de sacerdotes» (cfr
19,3-6). La Alianza ,
por tanto, no es únicamente el compromiso de cumplir los preceptos, sino, ante
todo, el derecho a pertenecer a la nación santa, posesión de Dios. Jesucristo,
en la Última Cena, al instituir la Eucaristía , utiliza los mismos términos, «sangre
de la Nueva Alianza »,
indicando la naturaleza del nuevo pueblo de Dios, que, habiendo sido redimido,
es en plenitud «pueblo santo de Dios» (cfr Mt 26,27 y par.; 1 Co 11,23-25).
El Concilio Vaticano II enseña la relación de esta Alianza con la Nueva , precisando el
carácter del verdadero pueblo de Dios que es la Iglesia : «(Dios) eligió
como suyo al pueblo de Israel, pactó con él una Alianza y le instruyó
gradualmente revelándose en Sí mismo y los designios de su voluntad a través de
la historia de este pueblo y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió
como preparación y figura de la
Alianza nueva y perfecta que había de pactarse con Cristo y
de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho
carne. (...) Este pacto nuevo, a saber, el nuevo Testamento en su sangre (cfr 1
Co 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que
se uniera no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo
Pueblo de Dios» (Lumen Gentium, nn. 4
y 9).
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