15º domingo del Tiempo ordinario – B.
1ª lectura
12 Amasías le dijo a Amós:
—Márchate,
vidente. Huye a la tierra de Judá. Come allí tu pan y profetiza allí. 13
Pero no sigas profetizando en Betel, porque es santuario real y templo del
reino.
14 Amós respondió a Amasías:
—Yo no soy
profeta,
ni hijo de
profeta;
sino
ganadero y cultivador de sicomoros.
15 El Señor me tomó
de detrás
del rebaño;
el Señor me
mandó:
«Vete,
profetiza a mi pueblo Israel».
El sacerdote Amasías, secuaz del rey Jeroboam, ve en Amós un profeta
peligroso para el orden establecido en el reino del Norte: no le interesa
entender el mensaje de Amós, que es una denuncia de las injusticias y
falsedades en las que Amasías está implicado.
Amasías denomina a Amós «vidente», uno de los términos hebreos con que
se llama a los profetas. Pero Amós no se considera a sí mismo un profeta al
uso, un «hijo de profeta» (v. 14), esto es, perteneciente a un grupo o cofradía
de profetas de los muchos que hubo en Israel, al menos desde los tiempos del
rey Saúl (cfr 1 S 10,10-13; 19,20-24), ni es un profeta «de oficio», al
servicio de la casa real. La respuesta de Amós es clara: es un nôqer, un ganadero o boyero y cultivador
(bôles) de sicomoros. Pero el Señor
le envió a «profetizar» a Israel (v. 15). Amós, pues, era un hombre corriente
—ni profeta, ni sacerdote— que recibió de Dios un mensaje inesperado que debía
proclamar.
La vocación, la llamada de Dios, es algo tan imperativo que nadie
puede rehusar (cfr Am 3,8), pero, al mismo tiempo, da fuerza y sentido a la
existencia: la conciencia de Amós le lleva a estar por encima de las
instituciones —el Templo o el rey— porque se sabe enviado por el Señor. «La
vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de
la Iglesia ,
para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar
todas las cosas hacia Dios. La vocación enciende una luz que nos hace
reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor
de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la
pasada, y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no
sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero
sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como
arrollados por ese encargo que se nos confía» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 45).
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