22º domingo del Tiempo ordinario – B.
Evangelio
1 Se reunieron junto a él los fariseos y
algunos escribas que habían llegado de Jerusalén, 2 y vieron a
algunos de sus discípulos que comían los panes con manos impuras, es decir, sin
lavar. 3 Pues los fariseos y todos los judíos nunca comen si no se
lavan las manos muchas veces, observando la tradición de los mayores; 4 y
cuando llegan de la plaza no comen, si no se purifican; y hay otras muchas
cosas que guardan por tradición: purificaciones de las copas y de las jarras,
de las vasijas de cobre y de los lechos. 5 Y le preguntaban los
fariseos y los escribas:
—¿Por
qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los mayores, sino
que comen el pan con manos impuras?
6 Él les respondió:
—Bien
profetizó Isaías de vosotros, los hipócritas, como está escrito:
Este
pueblo me honra con los labios,
pero
su corazón está muy lejos de mí.
7 Inútilmente me dan culto,
mientras
enseñan doctrinas
que
son preceptos humanos.
8 Abandonando el mandamiento de Dios, retenéis
la tradición de los hombres.
14 Y después de llamar de nuevo a la
muchedumbre, les decía:
—Escuchadme
todos y entendedlo bien: 15 nada hay fuera del hombre que, al entrar
en él, pueda hacerlo impuro; las cosas que salen del hombre, ésas son las que
hacen impuro al hombre. 21 Porque del interior del corazón de los
hombres proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los
homicidios, 22 los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades,
el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la
insensatez. 23 Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen
impuro al hombre.
Los escribas venidos de Jerusalén hacen a Jesús responsable de una
acción que realizan sus discípulos: omitir los ritos de purificación (v. 5).
San Marcos, contando con los lectores no judíos de su evangelio, se detiene en
explicar la pregunta insidiosa de los fariseos (vv. 3-5). La Antigua Ley (cfr Ex
30,17ss.) prescribía unos determinados ritos que significaban la pureza moral
con la que había que acercarse a Dios; la tradición judía los había ampliado a
otros ámbitos —como las comidas— para dar significación religiosa a todas las
acciones. De esta forma la pureza exterior era muestra de la pureza interior.
Sin embargo, en tiempos de Cristo, en algunos lugares —probablemente entre los
escribas de Jerusalén aquí mencionados— el legalismo de las normas rituales
establecidas por tradición humana, mediante sentencias de los rabinos, había
ahogado el verdadero sentido del culto a Dios. Jesús denuncia esa actitud
sirviéndose de un texto de Isaías (Is 29,13) y proponiendo un ejemplo en el que
la tradición humana había acabado por ser una excusa para no sujetarse a un
mandato divino (vv. 8-13).
En un segundo momento, el Señor expone a la muchedumbre la doctrina
sobre la verdadera pureza. Lo hace mediante una comparación entre el alimento y
la decisión humana libre: «Algunos piensan que los malos pensamientos se deben
al diablo y que no tienen su origen en la propia voluntad. Es verdad que el
diablo puede ser colaborador e instigador de los malos pensamientos, pero no es
su autor» (S. Beda, In Marci Evangelium
2,7,20-21). Cfr nota a Mt 15,1-20.
Sus discípulos le preguntan después sobre el sentido de aquella
«parábola» (v. 17). El contenido esencial de la enseñanza viene dado en un
tercer momento (v. 19): Cristo, intérprete auténtico de la Ley y Señor de ella, declaró
«puros» todos los alimentos. La doctrina es profunda: el origen del pecado y de
la mancha moral no hay que buscarlo en lo creado, pues Dios, tras crear todas
las cosas, vio que eran buenas (cfr Gn 1,31), sino en el corazón del hombre
que, después del pecado original, fue «mudado en peor» y se ve sometido a los
asaltos de la
concupiscencia. Con esto no se enseña que el hombre no puede
vencer (Gn 4,7), pero sí que necesita luchar (cfr Catecismo de la
Iglesia Católica , n. 1707).
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