Hoy nos ha nacido un Salvador (Lc 2,1-14)
Navidad.
Misa de Medianoche. Evangelio
1 En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto,
para que se empadronase todo el mundo. 2 Este primer empadronamiento
se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. 3 Todos iban a
inscribirse, cada uno a su ciudad. 4 José, como era de la casa y
familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David
llamada Belén, en Judea, 5 para empadronarse con María, su esposa,
que estaba encinta. 6 Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó
la hora del parto, 7 y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió
en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el
aposento.
8 Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían
al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. 9 De
improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó
de luz. Y se llenaron de un gran temor. 10 El ángel les dijo:
—No temáis.
Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo:
11 hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el
Cristo, el Señor; 12 y esto os servirá de señal: encontraréis a un
niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.
13 De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre
de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo:
14 «Gloria
a Dios en las alturas
y paz en la
tierra
a los
hombres en los que Él se complace».
El evangelio narra escuetamente el nacimiento de
Jesús. No obstante, no deja de subrayar dos detalles: el lugar del nacimiento,
Belén, y la pobreza y desamparo materiales que lo acompañaron. Ambos son
también lección de Dios que se sirve de los sucesos de la historia humana para
que se cumplan sus designios, y que hace de sus gestos enseñanza: «¿Hay algo
que pueda declarar más inequívocamente su misericordia, que el hecho de haber
aceptado la misma miseria? ¿Puede haber algo más rebosante de piedad que el que
la Palabra de
Dios se haya hecho tan poca cosa por nosotros? (...) Que deduzcan de aquí los
hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de
lo que Dios piensa y siente por ellos» (S. Bernardo, In Epiphania Domini, Sermo 1,2).
«Se promulgó un edicto de César» (v. 1). Por los
documentos extrabíblicos sólo conocemos un empadronamiento general en la época
de Quirino (v. 2) el año 6 d.C., es decir, unos diez o doce años después del
nacimiento del Señor (cfr Cronología de
la vida de Jesús, pp. 45-46). Pero es posible que hubiera otros censos
generales y hubo ciertamente censos locales. Tal vez la familia de Jesús fue a
Belén con motivo de uno de estos censos y Lucas no dispuso de datos para ser
más preciso (cfr nota a Hch 5,34-42). En todo caso, el propósito del evangelista
es claro: quiso situar en la historia universal el nacimiento de Jesús, y, al
no disponer de una era común como nosotros, habla de Quirino (v. 2), gobernador
de Siria, de la cual dependía Judá, y del edicto de César Augusto (v. 1), que
reinó desde el 27 a .C.
al 14 d.C. En esta alusión se sugiere también una paradoja: César se presentó
en su tiempo como el salvador de la humanidad y, con el propósito de perpetuar
su memoria, favoreció de tal manera las artes, que su época ha llegado a
llamarse «el siglo de Augusto». Sin embargo, el verdadero salvador, como dice
el ángel enseguida (2,11), es Jesús, y su nacimiento es el que instaura la
nueva era en la que contamos los años y los siglos. Éste es el sentido que ya
supo ver la primitiva exégesis cristiana: «Registrado con todos, podía
santificar a todos; inscrito en el censo con toda la tierra, a la tierra
ofrecía la comunión consigo; y después de esta declaración inscribía a todos
los hombres de la tierra en el libro de los vivos, de modo que cuantos hubieran
creído en Él, fueran luego registrados en el cielo con los Santos de Aquel a
quien se debe la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Orígenes,
Homilia X in Lucam 6).
«Dio a luz a su hijo primogénito» (v. 7). La Biblia —como otros
documentos del antiguo Oriente— suele llamar «primogénito» al primer varón que
nace, sea o no seguido de otros hermanos: «Puesto que la ley sobre los
primogénitos incluye también al que no siguen otros hermanos, resulta que el
nombre de primogénito se refiere a cualquiera que abre el seno materno y antes
del cual no ha nacido ninguno, no sólo a aquél al que le sigue un hermano
después» (S. Jerónimo, Adversus Helvidium
19). La Iglesia
enseñó la verdad de fe de la virginidad perpetua de María (cfr Catecismo de la Iglesia Católica ,
n. 499) y algunos Padres la ampliaron también a San José: «Tú dices que María
no permanecía virgen, yo digo más: que también el mismo José fue virgen por
María para que el hijo virginal fuera engendrado en un matrimonio virginal.
(...) Si él era para María, considerada por la gente como su esposa, más un
protector que un cónyuge, entonces no queda sino concluir que quien fue
considerado digno de ser llamado padre del Señor, haya vivido virginalmente con
María (S. Jerónimo, Adversus Helvidium
19).
«Porque no había lugar para ellos en el aposento»
(v. 7). La palabra griega que utiliza San Lucas —katályma— designa la habitación espaciosa de las casas, que podía
servir de salón o cuarto de huéspedes: en el Nuevo Testamento se usa sólo otras
dos veces para nombrar la sala donde el Señor celebró la Última Cena (22,11; Mc
14,14). Es posible, por tanto, que el evangelista quiera señalar con sus
palabras que el lugar no era oportuno y que la Sagrada Familia
quería preservar la intimidad del acontecimiento. Pero, además, en la pobreza
del establo conocemos «la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico,
se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza» (2 Co
8,9): «Atiende (...) a la pobreza de aquel que fue puesto en un pesebre y
envuelto en pañales. ¡Oh admirable humildad, oh pasmosa pobreza! El Rey de los
ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es reclinado en un pesebre. (...)
Considera la humildad, al menos la dichosa pobreza, los innumerables trabajos y
penalidades que sufrió por la redención del género humano» (Sta. Clara de Asís,
Carta a Inés de Praga). Esta humildad
no sólo es ejemplo para los hombres, sino don de Dios que se abaja haciéndose
cercano a nosotros. «Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que
podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se
rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su
humildad. Grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los
cielos y la tierra, y Él está ahí, en un pesebre, quia non erat eis locus in diversorio (Lc 2,7), porque no había
otro sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado» (S. Josemaría Escrivá,
Es Cristo que pasa, n. 18).
Las palabras de los ángeles a los pastores indican
el significado del nacimiento de Jesús. Él no es un niño cualquiera, sino el
Salvador, el Mesías, el Señor (v. 11). La divinidad de Jesús Niño no es
manifiesta. Por eso, debía ser enseñada por medio de ángeles: «Necesita ser
manifestado lo que de suyo es oculto, no lo que es patente. El cuerpo del
recién nacido era manifiesto; pero su divinidad estaba oculta, y por tanto era
conveniente que se manifestara aquel nacimiento por medio de los ángeles, que
son ministros de Dios; por eso apareció el ángel rodeado de claridad, para que
quedase patente que el recién nacido era “el esplendor de la gloria del Padre”
(Hb 1,3)» (Sto. Tomás de Aquino, Summa
theologiae 3,36,5 ad 1). Las palabras de los ángeles indican también que la
llegada del Salvador al mundo trae consigo los dones más excelentes: el
reconocimiento de la gloria de Dios y la paz para los hombres (v. 14). De ahí
el sentido profundo de la adoración de los pastores: la salvación que Cristo traía
estaba destinada a hombres de toda raza y situación, y por eso eligió
manifestarse a personas de distinta condición. «Los pastores eran israelitas;
los magos, gentiles; aquéllos vinieron de cerca; éstos, de lejos, pero unos y
otros coincidieron en la piedra angular» (S. Agustín, Sermones 202,1).
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