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Para que seamos santos y sin mancha (Ef 1,3-6.11-12)

La Inmaculada Concepción – 2ª lectura

3 Bendito sea el Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
con toda bendición espiritual en los cielos,
4 ya que en él nos eligió
antes de la creación del mundo
para que fuéramos santos y sin mancha
en su presencia, por el amor;
5 nos predestinó a ser sus hijos adoptivos
por Jesucristo
conforme al beneplácito de su voluntad,
6 para alabanza y gloria de su gracia,
con la cual nos hizo gratos en el Amado.
En él, 11 por quien también fuimos constituidos herederos, predestinados según el designio de quien realiza todo con arreglo al consejo de su voluntad, 12 para que nosotros, los que antes habíamos esperado en el Mesías, sirvamos para alabanza de su gloria.

Comentario a Efesios 1,3-6.11-12

Son palabras de un himno de alabanza (vv. 3-10) donde se enumeran los beneficios, o bendiciones, que contiene el designio salvífico de Dios, llamado «el misterio» en esta y otras car­tas del corpus paulinum. Abarca desde la elección eterna de cada criatura humana por parte de Dios hasta la recapitulación de todas las cosas en Jesucristo, pasando por la obra de la Redención. A continuación se expone cómo ese plan divino de salvación se ha realizado sobre los judíos (vv. 11-12) y sobre los gentiles (vv. 13-14).

«Nos eligió» (v.4). El término griego es el mismo que aparece en la versión de los Setenta para designar la elección de Israel. «En él», en Cristo, la elección para formar parte del pueblo de Dios se hace universal: todos somos llamados a la santidad (cfr notas a Mt 5,17-48 y Lc 12,22-34). Y del mismo modo que en el Antiguo Testamento la víctima que se ofrecía a Dios debía ser perfecta, sin tara alguna (cfr Ex 12,5; Lv 9,3), la santidad a la que Dios nos ha destinado, ha de ser inmaculada, plena. San Jerónimo, distinguiendo entre «santos» y «sin mancha», comenta: «No siempre “santo” equivale a “inmaculado”. Los párvulos, por ejemplo, son inmaculados porque no hicieron pecado alguno con ninguna parte de su cuerpo, y sin embargo, no son santos, porque la santidad se adquiere con la voluntad y el esfuerzo. Y también puede decirse “inmaculado” el que no cometió pecado; “santo”, en cambio, es el que está lleno de virtudes» (Commentarii in Ephesios 1,1,4).

«Por el amor» se refiere al amor de Dios por nosotros, pero también a nuestro amor por Él, razón última de nuestro esfuerzo por llevar una vida sin mancha, porque «la virtud no hubiera salvado a ninguno, si no hay amor» (S. Juan Crisóstomo, In Ephesios 1,1,5,14).

La santidad para la que hemos sido elegidos se hace posible a través de Cristo (cfr 1,5): «Piensa en lo que dice el Espíritu Santo, y llénate de pasmo y de agradecimiento: elegit nos ante mundi constitutionem —nos ha elegido, antes de crear el mundo, ut essemus sancti in conspectu eius! —para que seamos santos en su presencia. —Ser santo no es fácil, pero tampoco es difícil. Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. —El que más se parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo» (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 10).

El pueblo de Israel es tratado por Dios con afecto paterno, como un hijo: «Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1). En Jesucristo, todos los hombres han sido elegidos para incorporarse al Pueblo de Dios y «ser sus hijos adoptivos», ya no en sentido metafórico sino real: el Hijo único consustancial del Padre, ha asumido la naturaleza humana para hacer a los hombres hijos de Dios por adopción (cfr Rm 8,15.29; 9,4; Ga 4,5). La gloria de Dios se ha manifestado a través de su amor misericordioso, por el que nos ha hecho sus hijos, según el proyecto eterno de su voluntad. Tal proyecto «dimana del “amor fontal” o caridad de Dios Padre (...), que creándonos libremente por un acto de su abundante y misericordiosa benignidad, y llamándonos, gratuitamente, a participar con Él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad, y no cesa de difundir, la bondad divina, de suerte que el que es Creador de todas las cosas, ha venido a hacerse todo en todas las cosas (1 Co 15,28), procurando a su vez su gloria y nuestra felicidad» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 2).

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