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Los siete hermanos macabeos (2M 7,1-2.9-14)

32º domingo del Tiempo ordinario – C. 1ª lectura
1Sucedió que siete hermanos, que habían sido detenidos con su madre, eran obligados por el rey a comer carne de cerdo prohibida, flagelándoles con látigos y vergajos. 2Uno de ellos, haciendo de portavoz, habló así:
—¿Qué quieres preguntarnos o saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que transgredir las leyes de nuestros padres.
El segundo, 9estando en el último suspiro dijo:
—Tú, malvado, nos borras de la vida presente, pero el rey del mundo nos resucitará a una vida nueva y eterna a quienes hemos muerto por sus leyes.
10Después de éste comenzó a ser torturado el tercero, y, cuando se lo mandaron, sacó inmediatamente la lengua y extendió voluntariamente las manos. 11Y dijo con dignidad:
—De Dios he recibido estos miembros, y, por sus leyes, los desprecio; pero espero obtenerlos nuevamente de Él.
12De esta forma el rey mismo y los que le acompañaban quedaron admirados de la valentía del joven, como si no diera ninguna importancia a los tormentos.
13Muerto éste, empezaron a torturar al cuarto aplicándole los mismos tormentos; 14y cuando estaba en las últimas habló de este modo:
—Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios da de ser resucitados de nuevo por Él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida.
Este capítulo es uno de los pasajes más conocidos y populares de la historia de los Macabeos, hasta el punto de que, de forma impropia, tradicionalmente se suele dar a estos hermanos el nombre de «macabeos». El autor sagrado no recuerda sus nombres ni el lugar de la escena; y la presencia del rey tiene carácter retórico. La valentía de estos jóvenes aparece co­mo el efecto del buen ejemplo dado por Eleazar (cfr 6,28). La intervención de la madre divide la escena en dos partes: la primera con el martirio de los seis hermanos mayores (vv. 2-19); la segunda con el martirio del menor y de la madre (vv. 20-41).
En la primera parte aparece progresivamente la afirmación de la resurrección de los justos y el castigo de los malvados. Cada una de las respuestas de los seis primeros hermanos contiene un aspecto de esa verdad. El primero afirma que los justos prefieren morir antes que pecar (v. 2) porque Dios les premiará (v. 6); el segundo, que Dios les resucitará a una vida nueva (v. 9); el tercero, que resucitarán con sus cuerpos rehechos (v. 11); el cuarto, que para los malvados no habrá «resurrección a la vida» (v. 14); el quinto, que para los malvados habrá castigo (v. 17); y el sexto, que cuando el justo sufre se debe a que es castigado por el pecado (v. 18).
En la segunda parte, tanto la madre como el hermano menor reafirman la doctrina anterior; pero éste último ofrece un aspecto nuevo, afirmando que la muerte aceptada por los justos tiene un valor expiatorio en favor de todo el pueblo (v. 37-38).
La resurrección de los muertos, que «fue revelada progresivamente por Dios a su pueblo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 992), se apoya primero en las palabras de Moisés acerca de que Dios consolará a sus siervos (v. 6; cfr Dt 32,36), y si éstos mueren prematuramente recibirán el consuelo en la otra vida. Es el argumento del primero de los hermanos, que supone que Dios «mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia» (ibidem, n. 992). En el razonamiento de la madre (vv. 27-28) la fe en la resurrección se impone «como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo en­tero, alma y cuerpo» (ibidem, n. 992). Nuestro Señor Jesucristo ratifica la resurrección de los muertos y la une a la fe en Él (cfr Jn 5,24-25; 11,25); al mismo tiempo purifica la representación de la resurrección que tenían los fariseos, resultado de una interpretación meramente materialista (cfr Mc 12,18-27; 1 Co 15,35-53).
Muchos Santos Padres, entre los que destacan San Gregorio Nacianceno (Orationes 15,22), San Ambrosio (De Iacob et vita beata 2,10,44-57), San Agustín (In Epistolam Ioannis 8,7), o San Cipriano (Ad Fortunatum 11), dedicaron encendidas alabanzas a estos siete hermanos mártires y a su madre. San Juan Crisóstomo nos invita a imitarlos cuando nos invade la tentación: «Toda la moderación que ellos mostraron en los peligros, igualémosla nosotros con la paciencia y la templanza contra las concupiscencias irracionales, contra la ira, la avaricia de las riquezas, las pasiones del cuerpo, la vanagloria y todas las otras semejantes. Pues si dominamos su llama, como aquéllos dominaron la del fuego, podremos estar cerca de ellos y ser participantes de su confianza y libertad» (S. Juan Crisóstomo, Homiliae in Maccabaeos 1,3).

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