Pasión de Nuestro Señor Jesucristo (Mc 14,1 – 15,47)
Domingo
de Ramos – B. Evangelio
15,22 Y le
condujeron al lugar del Gólgota, que significa «lugar de la Calavera». 23 Y
le daban a beber vino con mirra, pero él no lo aceptó.
24 Y le
crucificaron y se repartieron sus ropas echando suertes sobre ellas para ver
qué se llevaba cada uno. 25 Era la hora tercia cuando lo
crucificaron. 26 Y tenía escrita la inscripción con la causa de su
condena: «El Rey de los Judíos». 27 También crucificaron con él a
dos ladrones: uno a su derecha y otro a su izquierda. (28)
29 Los que
pasaban le injuriaban, moviendo la cabeza y diciendo:
—¡Eh! Tú que destruyes el Templo
y lo edificas de nuevo en tres días, 30 sálvate a ti mismo, bajando
de la cruz.
31 Del mismo
modo, los príncipes de los sacerdotes se burlaban entre ellos a una con los
escribas y decían:
—Salvó a otros, y a sí mismo no
puede salvarse. 32 Que el Cristo, el Rey de Israel, baje ahora de la
cruz, para que veamos y creamos.
Incluso los que estaban crucificados
con él le insultaban.
33 Y cuando
llegó la hora sexta, toda la tierra se cubrió de tinieblas hasta la hora nona. 34
Y a la hora nona exclamó Jesús con fuerte voz:
—Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?
—que significa Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
35 Y algunos de
los que estaban cerca, al oírlo, decían:
—Mirad, llama a Elías.
36 Uno corrió a
empapar una esponja con vinagre, la sujetó a una caña y se lo daba a beber
mientras decía:
—Dejad, veamos si viene Elías a
bajarlo.
37 Pero Jesús,
dando una gran voz, expiró.
38 Y el velo
del Templo se rasgó en dos de arriba abajo.
39 El
centurión, que estaba enfrente de él, al ver cómo había expirado, dijo:
—En verdad este hombre era Hijo
de Dios.
Estos episodios de la pasión han sido objeto
frecuente de meditación por parte de los santos. Leerlos es vivirlos y extraer
propósitos para nuestra vida diaria: «Imitemos su pasión con nuestros
padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos decididamente a
su cruz. Si eres Simón Cireneo, coge tu cruz y sigue a Cristo. Si estás
crucificado con Él como un ladrón, como el buen ladrón confía en tu Dios. Si
por ti y por tus pecados Cristo fue tratado como un malhechor, lo fue para que
tú llegaras a ser justo. Adora al que por ti fue crucificado, e, incluso si
estás crucificado por tu culpa, saca provecho de tu mismo pecado y compra con
la muerte tu salvación. Entra en el paraíso con Jesús y descubre de qué bienes
te habías privado. Contempla la hermosura de aquel lugar y deja que, fuera,
quede muerto el murmurador con sus blasfemias. Si eres José de Arimatea,
reclama el cuerpo del Señor a quien lo crucificó, y haz tuya la expiación del
mundo. Si eres Nicodemo, el que de noche adoraba a Dios, ven a enterrar el
cuerpo, y úngelo con ungüentos. Si eres una de las dos Marías, o Salomé, o
Juana, llora desde el amanecer; procura ser el primero en ver la piedra
quitada, y verás también quizá a los ángeles o incluso al mismo Jesús» (S.
Gregorio Nacianceno, In Sanctum Pascha
45,23-24).
14,1-11. Casi desde
el inicio del ministerio público del Señor algunos escribas, príncipes de los
sacerdotes, etc., buscaban «cómo perderle» (3,6). Esta decisión se ha hecho más
persistente en los últimos días (11,18; 12,12). Ahora deciden prenderle «con
engaño» (v. 1) y encuentran un aliado en Judas, que comienza a buscar el
momento oportuno para hacerlo (v. 11). El episodio no puede dejar de ser un
toque de atención para nosotros: «Hoy muchos miran con horror el crimen de
Judas, como cruel y sacrílego, que vendió por dinero a su Maestro y a su Dios;
y, sin embargo, no se dan cuenta de que, cuando menosprecian por intereses
humanos los derechos de la caridad y de la verdad, traicionan a Dios, que es la
caridad y la verdad misma» (S. Beda, Homiliae
2,43).
Entre estos dos momentos se encuadra la
unción de Jesús por parte de una mujer en Betania (vv. 3-9). El evangelista
subraya dos cosas: la generosidad de la mujer (v. 3) y las reacciones de los
demás. El gesto de la mujer forma parte de la antigua hospitalidad oriental que
honraba a los huéspedes ilustres con agua perfumada. Su delicadeza y su
generosidad son interpretadas por algunos como un derroche (v. 4). También
Jesús interpreta el gesto de manera distinta a la mujer (v. 8). Sin embargo,
afirma enseguida que aquella no se ha equivocado y, en cambio, los hombres que
la juzgan sí. En las relaciones con Dios, la generosidad no se equivoca nunca;
el cálculo y la tacañería se equivocan siempre: «Como Él no ha de forzar
nuestra voluntad, toma lo que le dan; mas no se da a Sí del todo hasta que ve
que nos damos del todo a Él» (Sta. Teresa de Jesús, Camino de perfección 48,4).
«Dondequiera que se predique el Evangelio, en
todo el mundo, también lo que ella ha hecho se contará en memoria suya» (v. 9).
El Evangelio es la buena noticia de la actuación maravillosa de Dios a través
de las acciones y las palabras de Jesucristo; pero esa actuación comporta
también el anuncio de acciones menudas, como ésta, en relación con Jesucristo:
«En todas las iglesias escuchamos el elogio de esta mujer (...). El hecho no
era extraordinario, ni la persona importante, ni había muchos testigos, ni el
lugar era atrayente, porque no ocurrió en un teatro, sino en una casa
particular (...). A pesar de todo, esta mujer tiene hoy mayor celebridad que todas
las reinas y todos los reyes, y el tiempo nunca borrará el recuerdo de lo que
hizo» (S. Juan Crisóstomo, Adversus
Iudaeos 5,2).
14,12-21. Las
indicaciones de Jesús para preparar la Pascua (vv. 13-16) y, sobre todo, el
anuncio de la traición de Judas como cumplimiento de las Escrituras (vv.
18.21), muestran hasta qué punto están implicados los planes de Dios y las
acciones humanas. «La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una
desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio
de Dios, como lo explica San Pedro a los judíos en Jerusalén ya en su primer
discurso de Pentecostés: “Fue entregado según el determinado designio y previo
conocimiento de Dios” (Hch 2,23). Este lenguaje bíblico no significa que los
que han “entregado a Jesús” (Hch 3,13) fuesen solamente ejecutores pasivos de
un drama escrito de antemano por Dios» (Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 599). Es el misterio del plan de Dios que, sin
embargo, no violenta la libertad humana por la que somos responsables de
nuestras acciones: «Dios creó buenos a todos los seres que hizo, pero cada uno
se hace bueno o malo por su propia elección. Pues bien, si el Señor dijo: Más le valdría a ese hombre no haber nacido,
no maldice su propia creación, sino la maldad que le sobrevino en virtud de la
elección y negligencia propias de la criatura» (S. Juan Damasceno, De fide orthodoxa 4,21).
14,22-25. Marcos es el
más sobrio de los evangelios sinópticos a la hora de narrar la institución de
la Eucaristía (cfr Mt 26,26-29; Lc 22,14-20 y notas). De todas formas, a la luz
de la muerte y la resurrección, el sentido sacrificial de los gestos y palabras
de Jesucristo debió ser claro para los Apóstoles: «La muerte de Cristo es a la
vez el sacrificio pascual que lleva a
cabo la redención definitiva de los hombres por medio del “cordero que quita el
pecado del mundo” (Jn 1,29) y el sacrificio
de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios
reconciliándole con Él por “la sangre derramada por muchos para remisión de los
pecados” (Mt 26,28)» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 613). Este sacrificio es, propiamente, el sacrificio
de la cruz, en el que Cristo es a la vez Sacerdote y Víctima. En la Última
Cena, Jesús lo anticipa de modo incruento, y en la Santa Misa se renueva,
ofreciéndose, también de modo incruento, la víctima, ya inmolada en la Cruz. El
Concilio de Trento lo propone así: «Si alguno dijere que en el Sacrificio de la
Misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo
no es otra cosa que el dársenos a comer Cristo, sea anatema» (De SS. Missae sacrificio, can. 1).
Las palabras del Señor excluyen cualquier
interpretación en sentido simbólico o metafórico. Así lo ha entendido desde
siempre la Iglesia: «Esto es mi cuerpo.
A saber, lo que os doy ahora y que ahora tomáis vosotros. Porque el pan no
solamente es figura del Cuerpo de Cristo, sino que se convierte en este mismo
Cuerpo, según ha dicho el Señor: El pan
que yo daré es mi propia carne (Jn 6,51). Por eso el Señor conserva las especies
de pan y vino, pero convierte a éstos en la realidad de su carne y de su
sangre» (Teofilacto, Enarratio in
Evangelium Marci, ad loc.).
14,26-31. En la Cena
Pascual judía se cantan unas oraciones llamadas Hallel que incluyen los Salmos 113-118: la última parte se recita
al final de la cena. Tras esto Jesús predice el abandono de sus discípulos,
aunque les reconforta con el anuncio de la resurrección y el nuevo comienzo de
la misión en Galilea. El evangelista recuerda la protesta de los Apóstoles (v. 31)
y, en especial, la de Pedro (vv. 29-31). A lo largo del relato, San Marcos
anotará el puntual cumplimiento del vaticinio: el abandono de los discípulos
(14,50), la negación de Pedro (14,66-72) y la nueva misión desde Galilea
(16,7).
Sólo Marcos trae el detalle de los dos cantos
del gallo (v. 30), y la doble insistencia de Pedro (vv. 29.31) en que no le iba
a traicionar. Es un indicio más de la relación del Evangelio de Marcos con la predicación de San Pedro y una muestra
de la humildad del Apóstol: «Marcos cuenta con mayor precisión la flaqueza de
Pedro y cómo estaba muerto de miedo; todo lo cual lo sabía él del mismo Pedro
pues Marcos fue su discípulo. Hecho muy digno de admiración, que no sólo no
ocultara la debilidad de su maestro, sino que por ser su discípulo lo contara
más claramente que los otros evangelistas (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum 85,1).
14,32-42. En la
soledad del huerto de Getsemaní, la intensidad de los sentimientos por lo que
va a ocurrir invade a Jesús. El evangelista nos dice que Jesús «comenzó a
afligirse y a sentir angustia» (v. 33) y que los tres discípulos,
desconcertados, no consiguen vencer el sueño (vv. 37.40-41). Pero Jesús se
sobrepone y acude a la oración. Marcos recoge esta invocación filial (v. 36):
«¡Abbá, Padre! Todo te es posible». Jesús se dirige a Dios con el mismo nombre
con que los hijos se dirigían íntimamente a sus padres. Por eso, su plegaria es
un acto de abandono y de confianza: «La confianza filial se prueba en la
tribulación, particularmente cuando se ora
pidiendo para sí o para los demás» (Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2734). Jesús reza y pide a sus discípulos que
recen: orar es un medio imprescindible para superar las tentaciones y
mantenernos fieles a Dios: «Si el Señor nos dijera solamente velad, pensaríamos que podíamos hacerlo
todo nosotros mismos; pero, cuando añade orad,
nos muestra que, si Él no cuida de nuestras almas en el tiempo de la tentación,
en vano velarán quienes cuiden de ella (cfr Sal 127,1)» (S. Francisco de Sales,
Tratado del amor de Dios 11,1).
Como los santos, también podemos imaginar, a
través del texto, los sentimientos del Señor: «Una mole abrumadora de pesares
empezó a ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la prueba
era ahora ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre Él: el
infiel y alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas,
las calumnias, las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los
golpes, los clavos y la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas.
Sobre todo esto le abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, (...) incluso
el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Añadía además el
inefable dolor de su Madre queridísima» (Sto. Tomás Moro, La agonía de Cristo, ad loc.).
Pero no sólo debemos mirar al Señor. Hay que
mirar a nuestro alrededor. Hoy, como ayer, podemos dejarle solo mientras otros
se apresuran a combatirlo: «Vuelve Cristo por tercera vez adonde están sus
Apóstoles, y allí los encuentra sepultados en el sueño, a pesar del mandato que
les había dado de vigilar y rezar ante el peligro que se cernía. Al mismo
tiempo, Judas el traidor, se mantenía bien despierto. (...) Son muchos los que
se duermen en la tarea de sembrar virtudes entre la gente y mantener la verdadera
doctrina, mientras que los enemigos de Cristo, con objeto de sembrar el vicio y
desarraigar la fe (...), se mantienen bien despiertos» (ibidem).
14,43-52. El sobrio
relato del prendimiento parece indicar que Jesús lo había esperado y no ofrece
resistencia. Por eso, por encima de la traición de Judas y de la doblez de
quienes van a prenderle de noche, Jesús ve en esos gestos el cumplimiento de
las Escrituras (cfr Is 52,13-53,12; Sal 41,10). Sólo Marcos recoge el detalle
del joven que escapó desnudo (vv. 51-52). Muchos autores han visto en él una
alusión al propio evangelista. En todo caso, representa un intento fallido —al
que seguirá enseguida el de Pedro— de seguir a Cristo. En la hora de la
entrega, Jesús está solo. Y no podemos olvidar que el camino de Jesús es
también el camino del cristiano: «Estar con Jesús es, seguramente, toparse con
su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él
permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las
calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere
conformarnos a su imagen y semejanza» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 301).
14,53-72. Éste es un
momento central en el segundo evangelio. Los jefes del pueblo acusan a Jesús de
profetizar la destrucción del Templo y su sustitución por otro (v. 58). Aunque
el cargo sea falso (cfr v. 57), la condena a muerte de Jesús conduce al
sacrificio de la cruz y, por tanto, al verdadero culto en el nuevo Templo:
«Lejos de haber sido hostil al Templo, donde expuso lo esencial de su
enseñanza, Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro, a
quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia. Aún más, se
identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre
los hombres. Por eso su muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que
señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: “Llega la
hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (Jn 4,21)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.
586).
El episodio tiene su punto culminante en los
vv. 61-62. Jesús ha callado ante las acusaciones absurdas, pero ante la
pregunta inequívoca del sumo sacerdote confiesa que es el Mesías, y no sólo
eso, sino que es el Mesías trascendente entrevisto por Daniel (Dn 7,13-14).
Además, la expresión «Yo soy» con que contesta a Caifás puede tener una
significación más profunda, pues «Yo soy» es traducción de Yhwh, el nombre propio de Dios (cfr Ex 3,14).
Después, el texto recoge con detalle las
negaciones de Pedro (vv. 66-72). La tradición que ve los recuerdos del Apóstol
en el origen del Evangelio de Marcos
tiene en este pasaje un buen argumento. Los versículos iniciales (vv. 53-54)
han presentado a los dos personajes: Jesús y Pedro. Después, el evangelista
ofrece el contraste entre los dos: Jesús es acusado con falsedades, pero
confiesa la verdad y por ello es condenado a muerte por el sumo sacerdote y
escarnecido por los criados (vv. 55-65); a Pedro se le imputa un hecho
verdadero pero niega a Jesús con la mentira y sale indemne del juicio de la
criada (vv. 66-72). Se hace evidente que la grandeza de Pedro no le viene de su
fortaleza sino de su contrición (v. 72; cfr Jn 21,15-19). «Lloró amargamente
porque sabía amar, y bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él las
amarguras del dolor» (S. Agustín, Sermones
295,3). Pero el vínculo de Pedro con Cristo recogido en el segundo evangelio es
más profundo: con el relato de sus debilidades, San Marcos nos recuerda que
Pedro, en cuanto pecador, es también el primero que ha experimentado la
salvación obrada por Jesucristo: «Dios permitió que aquel a quien había
dispuesto para presidir la Iglesia tuviera miedo ante el dicho de una criada y
Le negara. Sabemos con certeza que esto fue trazado por una providencia llena
de piedad; para que quien había de ser pastor de toda la Iglesia, aprendiera en
su culpa cómo debería él compadecerse de los otros. Por eso, primero le hizo
conocerse a sí mismo, y después le puso al frente de los demás, para que con su
flaqueza aprendiera cuán misericordiosamente debía soportar las debilidades de
los demás» (S. Gregorio Magno, Homiliae
in Evangelia 2,21,4).
15,1-15. Históricamente,
el proceso y la muerte de Jesús debieron de ser desconcertantes para todos:
para los discípulos, para la muchedumbre, etc. ¿Cómo es posible que sucediera
aquello? Marcos ofrece de estos acontecimientos un relato sobrio, al hilo de
las acciones de los personajes que participaron en el drama: las autoridades de
Israel lo entregaron (v. 1) por envidia (v. 10), aun a costa de salvar a un
homicida (vv. 6-7); la muchedumbre no es sino un altavoz de aquella
irracionalidad que condena a una muerte violenta sin causa alguna (vv. 13-14);
finalmente, Pilato, un indolente, que está admirado por Jesús (v. 5) y parece
que quiere salvarle (v. 9), le condena por una razón que no es razón alguna:
contentar a la muchedumbre (v. 15). El evangelista, al narrar estas acciones y
la actitud de Jesús ante ellas, apunta a la verdadera explicación del suceso:
la muerte de Jesús es consecuencia del pecado del hombre, y Jesús la acepta por
amor, como expiación de ese pecado: «Jesús acude espontáneamente a la pasión
que de Él estaba escrita y que más de una vez había anunciado a sus discípulos.
(...) Y cuando lo acusaban no respondió, y, habiendo podido esconderse, no
quiso hacerlo, por más que en otras varias ocasiones en que lo buscaban para
prenderlo se esfumó. (...) También sufrió con paciencia que unos hombres
doblemente serviles le pegaran en la cabeza. Fue abofeteado, escupido,
injuriado, atormentado, flagelado y, finalmente, llevado a la crucifixión
(...). Con todos estos sufrimientos nos procuraba la salvación. Porque todos
los que se habían hecho esclavos del pecado debían sufrir el castigo de sus
obras; pero Él, inmune de todo pecado, Él, que caminó hasta el fin por el
camino de la justicia perfecta, sufrió el suplicio de los pecadores, borrando
en la cruz el decreto de la antigua maldición» (Teodoreto de Ciro, De incarnatione Domini 26).
«Les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de
haberle hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado» (v. 15). Expresión
tan concisa como significativa. También aquí, con San Agustín, se puede
percibir la paradoja que supone la condena de Jesús: «Al ladrón se le dio
libertad, a Cristo se le condenó. Recibió perdón el criminal y es condenado el
que perdonó los crímenes de todos los que hicieron confesión de ellos» (In Ioannis Evangelium 31,11). La palabra
«entregar» viene en los cuatro evangelios (cfr Mt 27,26; Lc 23,24-25; Jn
19,16), recorre el de Marcos (9,31; 10,33; 14,21.41), todo el Nuevo Testamento,
y después la enseñanza cristiana (cfr nota a 14,12-21). Parece, por tanto, que
son los hombres —Pilato— los que entregan a Jesús a la muerte; pero en realidad
es Dios quien lo entrega para nuestra salvación: «Tú, Señor, nos has amado y
has entregado a tu único y amado Hijo para nuestra redención, que Él aceptó
voluntariamente, sin repugnancia; más aún, puesto que Él mismo se ofreció, fue
destinado al sacrificio como cordero inocente, porque, siendo Dios, se hizo
hombre y con su voluntad humana se sometió, haciéndose obediente a Ti, Dios, su
Padre, hasta la muerte, y una muerte de cruz»
(S. Juan Damasceno, De fide orthodoxa
50).
15,16-20. Tras el
rechazo de los judíos —los príncipes (cfr 14,64) y la gente (cfr 15,11-15)—, el
evangelista señala ahora el de los soldados gentiles (cfr nota a Mt 27,27-31).
Dentro de la sobriedad del relato, el evangelista ha anotado las burlas en el
palacio del sumo sacerdote (14,65), los azotes de Pilato (15,15), y ahora las
groserías de los soldados. Éstos se burlan de la realeza de Jesús, pero «sus
oprobios han borrado los nuestros, sus ligaduras nos han hecho libres, su
corona de espinas nos ha conseguido la diadema del Reino, y sus heridas nos han
curado» (S. Jerónimo, en Catena aurea, ad
loc.).
Los soldados hacen escarnio de la realeza de
Jesús pero, sin saberlo, le confiesan como lo que es: Rey. «Cuando lo vistieron
de púrpura para burlarse de Él cumplieron lo profetizado: era Rey. Y aunque lo
hicieron para burlarse de Él, consiguieron que se adaptase a Él el símbolo de
la dignidad regia. Y aunque le perforaron con una corona de espinas, sin embargo
fue una corona, y fue coronado por unos soldados como los reyes son proclamados
por los soldados» (S. Cirilo de Jerusalén, Homilia
in paralyticum 12).
15,21-41. La
crucifixión era un suplicio singularmente atroz. Cicerón (Pro Rabirio 5,16) dice que es «la muerte más cruel y terrible». Sin
embargo, los evangelistas no se detienen en calificativos: se interesan más en
narrar el hecho y sus consecuencias para la salvación que en recordar el horror
de los sucesos. La narración de Marcos recuerda puntualmente en qué momento
ocurrió cada cosa: en la hora tercia, entre las nueve y las doce de la mañana,
le crucificaron (v. 25), en la sexta, entre las doce y las tres, la tierra se
cubrió de tinieblas (v. 33) y en la nona, de las tres a las seis de la tarde,
murió (v. 34). También señala otros detalles como el de los hijos de Simón de
Cirene, conocidos por los lectores del evangelio (Rm 16,13). Sin embargo, es la
frase del Señor en la cruz (v. 34) la que ofrece la clave para entender lo
ocurrido. «Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?»
es el primer verso del salmo 22. Este salmo cuenta la historia de un justo
perseguido que, sin embargo, triunfará: conseguirá que con sus sufrimientos el
Señor sea alabado en toda la tierra (Sal 22,31) y se anuncie la justicia en el
pueblo que está por nacer (Sal 22,28-32). Entre los oprobios que sufren el
justo perseguido y Jesús están: el escarnio de la gente (Sal 22,8; v. 29), la
burla por invocar a Dios (Sal 22,9; vv. 31-32.36), el reparto de las vestiduras
(Sal 22,19; v. 24), etc. El triunfo de la misión de Cristo lo ve Marcos en los
dos acontecimientos que siguen a la muerte del Señor: la ruptura del velo del
Templo (v. 38), que simboliza la desaparición de las barreras entre el pueblo
de Dios y los gentiles (cfr Sal 22,31), y la confesión de la divinidad de Jesús
por parte de un gentil (v. 39), que señala cómo todas las gentes pueden
confesar a Dios (cfr Sal 22,28-30). Se entiende de esta manera la paradoja que
Jesús había intentado enseñar a sus discípulos: Él es el Mesías y el Hijo de Dios
(cfr 1,1), pero su victoria está estrechamente ligada a la cruz. «¡Oh admirable
poder de la cruz! ¡Oh inefable gloria de la pasión! En ella podemos admirar el
tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado. (...)
Porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y origen de todas las
gracias: por ella, los creyentes encuentran fuerza en la debilidad, gloria en
el oprobio, vida en la misma muerte» (S. León Magno, Sermo 8 de Passione Domini 7).
Como en casi todos los momentos del relato de
la pasión, el evangelista pone en contraste la actitud de las diversas personas
ante Jesús: los que pasan le injurian (v. 29), los príncipes de los sacerdotes
y los escribas se burlan (v. 31), los malhechores crucificados con Él le
insultan (v. 32); incluso un gesto que podía ser de compasión, en la pequeñez
de aquellas personas, se transforma en una necia bufonada (v. 36). Frente a
ellos, un soldado gentil confiesa que Jesús era Hijo de Dios (v. 39). Pero son
sobre todo las mujeres las que quedan elogiadas en la escena: antes le habían
seguido y le habían servido (v. 41), y ahora contemplan impotentes y anonadadas
(cfr v. 40) la muerte del ser querido. No es extraño que al meditar y revivir
este suceso, los autores cristianos se fijaran en ellas. San Agustín, por
ejemplo, dirigiéndose figuradamente a ellas, les dice: «Mirad la belleza de
vuestro amante, contempladle igual al Padre y sumiso a la voluntad de la Madre;
imperando sobre los cielos y viniendo a servir a la tierra; creando todas las
cosas y siendo creado entre ellas. Lo que los soberbios rieron como ilusorio,
mirad qué bello es: con la luz interior de vuestra alma mirad las heridas del
crucificado, la sangre del que muere, el precio de la fe y el importe de
nuestro rescate. Pensad cuál será el valor de todas esas cosas; ponderadlo en
la balanza de la caridad. Y todo el amor que tendríais para regalar a vuestro
esposo prodigádselo a Él» (De sancta
virginitate 54-55,55).
Algunos manuscritos añaden (v. 28): «Y se
cumplió la escritura que dice: Fue
contado entre los malhechores» (cfr Lc 22,37).
15,42-47. Tres notas
subraya el evangelio a propósito de la sepultura de Jesús. En primer lugar, la
actitud de José de Arimatea, miembro del Sanedrín. En los otros evangelios se
nos dice que era rico (Mt 27,57), discípulo del Señor aunque oculto (Jn 19,38),
bueno y justo, y que no había participado en la condena de Jesús (Lc 23,50-51).
San Marcos prefiere subrayar su audacia (v. 43) al pedir a Pilato el cuerpo del
Señor: «José de Arimatea y Nicodemus visitan a Jesús ocultamente a la hora
normal y a la hora de triunfo. Pero son valientes declarando ante la autoridad
su amor a Cristo —audacter— con
audacia, a la hora de la cobardía. —Aprende» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 841).
En segundo lugar, el evangelista señala la
verdadera muerte de Jesús, verificada incluso por Pilato (vv. 44-45). Frente a
cualquier tipo de docetismo —que negaba la verdadera Humanidad de Cristo—, los
primeros cristianos afirmaban la verdadera muerte y la verdadera resurrección del
Señor: «Tapaos, pues, los oídos cuando oigáis hablar de cualquier cosa que no
tenga como fundamento a Cristo Jesús, descendiente del linaje de David, hijo de
María, que nació verdaderamente, que comió y bebió como hombre, que fue
perseguido verdaderamente bajo Poncio Pilato y verdaderamente también fue
crucificado y murió, en presencia de los moradores del cielo, de la tierra y
del abismo y que resucitó verdaderamente de entre los muertos por el poder del
Padre. Este mismo Dios Padre nos resucitará también a nosotros, que amamos a
Jesucristo, a semejanza del mismo Jesucristo, sin el cual no tenemos la vida
verdadera» (S. Ignacio de Antioquía, Ad
Traianos 8-9).
Finalmente, el texto menciona el sepulcro
(vv. 46-47). Los judíos ricos solían construir los sepulcros excavados en roca
en terrenos de su propiedad. Constaban de una especie de vestíbulo, que
precedía al lugar de las tumbas, un pequeño habitáculo con unos bancos de
piedra adosados a las paredes, sobre los cuales se depositaban los cadáveres.
Además de la delicadeza de José (v. 46), el evangelista quiere subrayar que las
mujeres (v. 47) observaban todo: es una manera de preparar el episodio
siguiente y poner de manifiesto la identidad del crucificado con el resucitado:
«El Señor, siendo Dios, se revistió de la naturaleza de hombre: sufrió por el
que sufría, fue encarcelado en bien del que estaba cautivo, juzgado en lugar
del culpable, sepultado por el que yacía en el sepulcro. Y, resucitando de
entre los muertos, exclamó con voz potente: “¿Quién tiene algo contra mí? ¡Que
se me acerque! Yo soy quien he librado al condenado, Yo quien he vivificado al
muerto, Yo quien hice salir de la tumba al que ya estaba sepultado. ¿Quién
peleará contra Mí? Yo soy —dice Cristo— el que venció la muerte, encadenó al
enemigo, pisoteó el infierno, maniató al fuerte, llevó al hombre hasta lo más
alto de los cielos; Yo, en efecto, que soy Cristo. Venid, pues, vosotros todos,
los hombres que os halláis enfangados en el mal, recibid el perdón de vuestros
pecados”» (Melitón de Sardes, De Pascha
100-103).
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