Presentación de Jesús en el Templo (Lc 2,22-40)
Presentación de Jesús en el Templo. Evangelio
22 Y
cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a
Jerusalén para presentarlo al Señor, 23 como está mandado en la Ley
del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor; 24 y
para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado
en la Ley del Señor.
25 Había
por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y
temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba
en él. 26 Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no
moriría antes de ver al Cristo del Señor. 27 Así, vino al Templo
movido por el Espíritu. Y al entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir
lo que prescribía la Ley sobre él, 28 lo tomó en sus brazos y
bendijo a Dios diciendo:
29 —Ahora,
Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz,
según tu palabra:
30 porque
mis ojos han visto
tu salvación,
31 la
que has preparado
ante la faz de todos los pueblos:
32 luz
para iluminar a los gentiles
y gloria de tu pueblo Israel.
33 Su
padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él.
34 Simeón
los bendijo y le dijo a María, su madre:
—Mira, éste ha sido puesto para ruina y
resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción 35 —y
a tu misma alma la traspasará una espada—, a fin de que se descubran los
pensamientos de muchos corazones.
36 Vivía
entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de
edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años de casada 37 y
había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del
Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. 38 Y llegando
en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaba de él a todos los que
esperaban la redención de Jerusalén.
39 Cuando
cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor, regresaron a Galilea,
a su ciudad de Nazaret. 40 El niño iba creciendo y fortaleciéndose
lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él.
La Sagrada Familia sube a Jerusalén con el fin de cumplir
dos prescripciones de la Ley de Moisés: la purificación de la madre (cfr Lv
12,2-8) y el rescate del primogénito (cfr Ex 13,2.12-13). Con este motivo se
manifiesta Jesús a Israel: «La Presentación
de Jesús en el Templo lo muestra como el Primogénito que pertenece al
Señor» (Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 529). Simeón y Ana, ya ancianos, representan al Israel fiel que espera la
venida de su salvador y redentor (vv. 30.38) y alaba a Dios al ver cumplidas
sus esperanzas (vv. 28.38).
Los primogénitos de los judíos pertenecían al Señor.
Quienes no eran de la tribu de Leví debían ser rescatados en el Templo para
mostrar que seguían siendo propiedad de Dios (cfr notas a Ex 13,1-2 y Nm
3,11-13). El rescate solía hacerse al cabo de un mes. Se ofrecían por el
primogénito cinco siclos (cfr Nm 18,16). La mujer que daba a luz a un varón
quedaba impura y debía acudir al Templo al cabo de cuarenta días para cumplir
el rito de purificación y presentar la ofrenda: una res menor o, si era pobre,
un par de tórtolas o pichones (cfr Lv 12,2-8). Ni Jesús, Hijo de Dios, ni María
Virgen, que había concebido sin obra de varón y sin que Jesús al nacer hubiera
roto su integridad virginal, estaban comprendidos en el precepto. Pero éste era
un misterio escondido entonces en la intimidad de la Sagrada Familia: José y
María ofrecieron la ofrenda de los pobres; no la de los ricos, aunque tampoco
la de los indigentes: «¿Aprenderás con este ejemplo (...) a cumplir, a pesar de
todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios? ¡Purificarse! ¡Tú y yo
sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el
Amor.—Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego,
que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón» (S. Josemaría
Escrivá, Santo Rosario, cuarto misterio
gozoso).
Simeón aparece como un hombre conducido por el Espíritu
Santo (vv. 25.26.27) y, por eso, sus palabras son especialmente reveladoras
(vv. 29-32): Jesús es reconocido como el Mesías esperado, «gloria de Israel»,
pero también «luz y salvación» para todos los hombres. Sin embargo, en el plan
de Dios será «ruina y resurrección de Israel», y su misión salvadora, «signo de
contradicción» en el que algunos tropezarán. De esta manera se incoan el dolor
y el gozo que están presentes y mezclados en toda la vida del Señor.
Finalmente, «la espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación,
perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado
“ante todos los pueblos”» (Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 529). Por el hecho de dirigirse a María, entendemos
la participación de la Virgen en el sacrificio de Cristo: «El anuncio de Simeón
parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta
dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en la incomprensión
y en el dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en el cumplimiento
de las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela también que deberá
vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y
que su maternidad será oscura y dolorosa» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 16). La Virgen y San José se admiraban (v.
33) al descubrir nuevos aspectos del misterio de su Hijo. Comprenden más
claramente que Jesús no sólo es la gloria de su pueblo, sino la salvación de
toda la humanidad.
El testimonio de Ana (vv. 36-38) es muy parecido al de
Simeón. Si Simeón esperaba la consolación de Israel (v. 25), Ana esperaba la
redención de Jerusalén (v. 38). De esto resulta que el nacimiento de Cristo ha
sido manifestado por tres clases de testigos y de tres modos distintos:
primero, por los ángeles que lo anuncian; segundo, por los pastores tras la
aparición de los ángeles; y, en tercer lugar, por Simeón y Ana, movidos por el
Espíritu Santo. Así pues, quien como Simeón y Ana persevera en la piedad y en
el servicio a Dios se convierte en instrumento apto del Espíritu Santo para dar
a conocer a Cristo a los demás.
Los vv. 39-40 son un resumen de la vida de Jesús en
Nazaret. La aldea no se nombra en el Antiguo Testamento, aunque las excavaciones
han mostrado que estuvo habitada desde más de mil años antes. No pasaba de ser
un racimo de casas pobres, medio excavadas en un cerro de la Baja Galilea,
donde unas pocas familias judías vivían de la agricultura y ganadería; habría
algún artesano, como José, para prestar servicios variados.
En tiempos de Jesús se mantenía una tradición (cfr Flavio
Josefo, Antiquitates iudaicae 2,9,6;
5,4,10; Filón, De vita Mosis 5,10,4)
que afirmaba de algunos personajes, como Moisés o Samuel, una inteligencia asombrosa
ya en su niñez. El evangelista afirma aquí las dotes de Jesús, aunque enseguida
(cfr 2,49) hará ver que Jesús es mucho más grande que esos personajes. San Beda
explicaba así este texto: «Nuestro señor Jesucristo en cuanto niño, es decir,
revestido de la fragilidad de la naturaleza humana, debía crecer y
robustecerse; pero en cuanto Verbo eterno de Dios no necesitaba fortalecerse ni
crecer. De donde muy bien se le describe lleno de sabiduría y de gracia» (In Lucae Evangelium, ad loc.).
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